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Y se levantaron de entre las cenizas


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El auto se detuvo a dos calles de la Casa del Florero, a eso de  las cinco y diez en la tarde de aquel frío siete de noviembre. Para resguardar el secretismo de aquella reunión, el Presidente decidió dejar la mayoría de su esquema de seguridad en la casa presidencial, sin llamar la atención de amigos ni de enemigos. Su jefe de seguridad pegó el grito en el cielo, y no era para menos. Entre guerrilla y narcotráfico, salir después de tan brutal batalla con un par de guardaespaldas era casi como ponerse un blanco al pecho. 

Se acordó entonces dar un rodeo al Palacio de Justicia y llegar por el otro lado para evitar sospechas. Iban vestidos con uniformes militares para no ser reconocidos. Los militares habían tomado, de cara al público, la Casa del Florero como Centro de mando, y extraoficialmente un local en la calle 12, que usaban como salida alterna, lejos de los ojos curiosos. Por ahí ingresó el presidente. El general ya lo esperaba en la puerta. 

—Por aquí, señor presidente. 

El lugar era un hervidero de movimiento, algunos soldados iban de aquí para allá llevando sobres y carpetas. Otros escoltaban a un grupo de los sobrevivientes de la toma al palacio para ser interrogados. Cada sala del museo estaba custodiada por policías y soldados armados con grandes fusiles. Algunos paraban y daban un saludo marcial al presidente, muchos con gesto cansado, después de las largas horas de trabajo. A todos les daba las gracias por su servicio; sin embargo, él mismo estaba al límite de sus fuerzas. Aquella noche tendría una alocución por todo lo sucedido y ahí estaba él en una reunión secreta agendada por su ministro de defensa. 

Afuera, los medios se agolpaban como buitres hambrientos, desesperados por obtener alguna primicia. Ya muchos lo señalaban como el único culpable de la tragedia, pero él había mantenido firme su postura de no negociar con terroristas. Hacer entender a la gente que aquello habría sido aún peor iba a ser imposible. Muchos titulares ya lo proclamaban como un cobarde y transmitir un partido de fútbol durante la crisis había sido un desacierto que alguien tendría que pagar. Gritos de familiares y amigos de los empleados del palacio le llegaban entre el murmullo de fría eficiencia militar. Madres clamando el nombre de sus hijos, ignorando la posibilidad que sus restos ardan entre el humo y destrucción a sus espaldas. Ese era un golpe del que ningún político podría levantarse nunca.

El Presidente y el general subieron las escaleras al segundo piso que, en contraste al primero, estaba casi desierto. Un par de soldados custodiaban una puerta al final de un pasillo. El general hizo pasar al presidente a una pequeña oficina cruzando el rellano de la escalera. Los guardaespaldas del presidente se apostaron a ambos lados de la puerta de la oficina, cerrando la puerta a sus espaldas. Era una habitación pequeña pero, para alivio del presidente, caldeada por un viejo radiador de por lo menos veinte años de antigüedad. El general le invitó a sentarse en un mullido sofá mientras él se dirigió a una cafetera que habían puesto en el piso, al lado del radiador. 

—¿Le apetece un tintico? 

El presidente negó con un ademán, el general se sirvió una taza y se sentó frente a él en una silla de oficinista. 

—Bien, general. ¿Me puede explicar qué hago aquí en vez de estar buscando la mejor manera de arreglar el desastre que me dejó? —dijo con voz agria. 

El general, sin inmutarse, bebió un sorbo de su taza. 

—Con todo el respeto, doctor, ¿qué le comentó el doctor Martinez? 

—¡Absolutamente nada! —dijo alzando la voz—. Vaya Director del socorro nacional tenemos, llegó blanco como un papel y me dijo que tenía que venir yo mismo y verlo, que todo este asunto es peor de lo que creíamos y podría traer consecuencias graves. ¡De por Dios!, dijo algo de guerra biológica. 

El general no reaccionó. Sonrió mirando su café, mientras lo revolvía pensativo con su dedo meñique. Después de un rato se levantó y le dio una carpeta que estaba sobre el escritorio. 

—Supongo que nadie quiere acercarse a esta pila de mierda. No culpo al señor director —dijo sentándose de nuevo—. Esto se lo iba a entregar antes de que se fuera, pero no dio el tiempo. 

Cansado de misterios, el presidente arrojó el informe a un lado. 

—¿Por qué no me lo cuenta mejor, General? 

—Muy bien. El doctor Martinez lo prefirió así también. Será mejor si le muestro. 

Intrigado, siguió al General quien, saliendo de la oficina, se encaminó donde estaban los dos guardias apostados al final del pasillo. 

—Los primeros guerrilleros que entraron llevaban un maletín —dijo cuando se encontraban ante la puerta. Los dos soldados saludaron y mantuvieron su mirada impasible fija al frente. 

—Inteligencia confirmó que era un arma biológica. No se sabía en ese momento, creo que ni los guerrilleros mismos sabían. 

El presidente palideció. Si la carnicería no era suficiente, meter armas biológicas lo volvía peor en definitiva. Afrontar el país con aquellas noticias iba a ser un revés del que nunca se podría levantar. 

—El cartel está detrás de esto, le pongo la firma. En mi opinión, usaron a los guerrilleros para probar su nuevo juguete. Seguramente le indicaron al cabecilla usarlo en el momento más crítico para causar mayor alboroto, pero no les resultó como esperaban. 

Con un ademán le pidió a uno de los soldados que abriera la puerta. 

—Creo que, entre todas las cosas, es un milagro de que esto no se filtrara. 

La puerta, abierta de par en par, dio paso a una habitación oscura. El olor que emanaba, a sangre y heces, hizo recular al presidente. 

—Se calman con la oscuridad. Estos fueron a los que pudimos sacar. Una pequeña unidad se infiltró a eso de las ocho de la noche, y lo que encontraron en los baños del cuarto piso… solo un par de miembros de esa unidad quedan con vida, el resto murió calcinado o a manos de los otros.


Un par de titilantes luces fluorescentes les permitió ver lo que había dentro de la habitación. Eran unas diez o doce personas, encadenadas de pies y manos. Algunos estaban de lado en el piso, se retorcían con fuerza, algunos tenían los brazos y piernas en ángulos extraños, como si de tanto esfuerzo se hubiesen quebrado. 

El presidente se los quedó mirando como si estuviera en un trance. Una punzada de miedo se le clavó en el estómago. 

—No les duele. Los cortaron, golpearon y torturaron, y aun así se siguen moviendo —los ojos eran vidriosos, eran ojos que no podían ver nada. Ojos de muerto—. Esa es alias «Mariana», señor Presidente. 


El general señalaba a la figura más cercana a la puerta. El pelo apelmazado por la sangre e inmundicias le ocultaba parte de la cara. La cuenca vacía del ojo se posó en el presidente. Una raja le cruzaba el cuello. 

—Sin importar lo que hagamos, no muere, Señor presidente. La pregunta que tengo es, ¿Qué hacemos con todo esto? Si esto se sabe, el cartel no dudará en usar más de esto en nuestra contra.

Aquel ser no debería existir, todo ser temeroso de Dios lo sabría. Aquellas personas serían extrañadas y buscadas, incluso la guerrillera, pero nadie podría saber de eso. Nadie. Estaba consciente de que esta sería su cruz hasta que muriera, que tendría que asumir la culpa y que en sus sueños esa cuenca vacía siempre lo perseguiría. La guerra había tomado un nuevo rumbo que los llevaría, sin ningún tipo de freno, al peor de los destinos. Un destino que ni la muerte misma podría parar.

—Quémenlos, general —dijo. Sus ojos estaban vidriosos, cansados.

 El general pareció aliviado.

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