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Páginas amarillas

Actualizado: hace 4 días

La noticia fue escandalosa, después de una Semana Santa tan apacible en la Ciudad del Puerto, tan concurrida en las plazas principales y en cada iglesia por sus feligreses, de tanta solemnidad por la muerte del Ungido. Fue solo empezar el lunes de pascuita para que se reportara, primero, la desaparición y, luego, la aparición ya muertos de una treintena de habitantes de la calle. 


La alta sociedad, como era costumbre, no estaría enterada del suceso, ni clamarían justicia o nada de eso y, por el contrario, los que no estaban tan quietos eran los indigentes y algunos dueños de los locales cerca del Boliche, que habían denunciado las desapariciones desde el Viernes Santo.

Ante el asedio de mujeres angustiadas, niños huérfanos y compañeros de trabajo de los cadáveres, fue entonces cuando el miércoles se pusieron a revisar los apilados casos. Todos decían que el último lugar donde les habían visto fue por la Avenida de los Estudiantes, en una comparsa alegre, con sus integrantes felices, luego de estar en un tropel fortísimo generado por uno de ellos.


El Capitán, al verse asediado con el arrume de reciclables al frente del batallón, mientras gritaban "justicia", más el embotellamiento generado en la calle que lo hacía más encerrado, tomó una resolución que sabía que lamentaría en algún punto; así que, torciendo el gesto, levantó la bocina de su teléfono y pidió le comunicaran con el detective Carlos Ramírez.


El detective llegó ansioso. Desde hacía ya un par de días, le había pedido al capitán el caso de las Caled, pues sus compañeros no avanzaban nada y habían agarrado al primer sospechoso que se les había atravesado. “De cosa no intervino el D.A.S.”, fue su pensamiento final ante la foto del posible culpable. Dobló el periódico donde leía las noticias y llegó a donde estaba su jefe.


No demostró su decepción en el rostro sino una suerte de fastidio. Ese favor, es decir el caso, era como para unos patrulleros que quisieran ascender de puesto. No para él. A Ramírez le disgustaba tener que tratar con habitantes de la calle, eran difíciles, se movían con plata y usualmente sus comentarios eran callejones sin salida. El jefe lo convenció con el argumento que era el mejor efectivo de la policía y le habían pedido pronta solución de ese conflicto social.


¡Mentira! Si alguien con un apellido de abolengo, ya fuera gringo, europeo o de afuera, no le pateaban la silla al Capitán, este no hacía nada con esa rapidez, aunque tampoco fue fugaz el encontrar a alguien que quisiera el caso. Ramírez lo entendió apenas le dieron el folio, lo leyó y debió salir a buscar pruebas para confirmar los hechos.

 Solo fue salir de la comisaria y ver a los manifestantes, y notar cómo cientos de pares de ojos cayeron sobre él:  olores ácidos, artificiales, dulzones, se cruzaban a su paso, de gente con grasa pegada a la piel, con las narices sucias, tanto como sus ropas. Carretillas llenas de cartón aparcadas, mientras fumaban marihuana sin importarle las instalaciones oficiales. Todos reunidos a la espera de una respuesta.


El detective se remangó la camisa y, como si fuera a rebuscar en una pila de boñiga, caminó hacia el centro de ese grupo, libreta en mano y con ganas de resolver el caso lo más pronto posible. ¿La verdad? Ya apestaba.Antes de ingresar al Boliche, Ramírez vistió lo menos vistoso posible. Cambió en la tienda un billete de veinte pesos para repartir en moneditas, que siempre le iban a pedir camino abajo, entre los andenes y, sobre todo, si quería encontrar exactamente a alguien que supiera algo. En dos días de averiguaciones, sumergido en el mundo del Boliche, Ramírez lo describiría como un lugar caótico, un panorama de venta salvaje, de oferta libre a lo que se requiera, desguace de piratas y coleccionistas de lo desechable. En medio del barullo, podía decir que tenía el tronco de una historia, compuesta con el mismo material con el que estaba hecho el lugar, de retazos de todos lados.


El primer día optó por preguntar y pagar con centavos a los locos del centro, quienes lo guiaban a uno en la telaraña de calles de esa parte de la ciudad. El Boliche, como una herida expuesta, es difícil de observar al rompe; y si no se tiene el coraje suficiente, la crudeza de la calle llega a afectarlo a uno. Muchos olores industriales que le dan densidad al ambiente y un hollín que sube por las paredes grises, de algún proyecto olvidado y que se confunde en las noches con sombras siniestras, que se lanzan sobre uno después de las siete de la noche.


Ramírez, con las mangas de su camisa hasta los codos y empapado en sudor, dio con la primera respuesta a su caso, algún testigo, alguien que narrara una versión inicial de los hechos. Luego de hablar con unos obreros en un desguazadero local, estos le indicaron hablar con el Pingajo, un desechable con una carretilla de tablas de colores patrios con la que se rebuscaba: 


— Ese man y su llave, le pueden tirar la sopa – le dijeron casi todos.


Con esa primera respuesta, el detective se estrelló con el primer obstáculo: la jerigonza costeña a la cual no estaba acostumbrado. La historia podría estar contada de manera correcta, pero indescifrable con la jerga de los lugareños. Pensó en buscar ayuda entre los agentes más jóvenes para que le tradujeran. Como primerizo en tierra lejana, se envolvió el pensamiento de Ramírez cuando logró deducir que la palabra “man” era hombre, sujeto, tipo, un calco del inglés. Y, “su llave” no era un objeto inerte, pero si vital, clave para las pesquisas.


También decidió que él no podía hacer las preguntas en su lenguaje  policial habitual. Nadie colaboraría. La respuesta de los tipos del desguazadero era porque en algún momento, estos habían llegado del interior del país, como Ramírez, y entendieron la formalidad de los Andes. Comprendieron que no tenía ni idea de donde se encontraba. Le recomendaron prudencia.


El segundo día de investigaciones, antes de meterse de cabeza en la zona señalada, Ramírez le pidió al Capitán que le dejara a un patrullero a su cargo, y que este fuera con ropa de civil a la entrada del mercado; a su vez, él dejaría tanta formalidad para la calle y el traje elegante vendría para el reporte final. Así las cosas, sobre las nueve de la mañana, luego de internarse y estar en el corazón del mercado, vislumbraron al fondo una casa republicana derruida que era usada de bodega, refugio y olla. 


El detective Ramírez y el patrullero Suárez atravesaron el portal de la casa, donde dos coteros peleaban por una confusión de bultos, iba a haber tropel, pero ellos no estaban por eso. Cruzaron por un pasillo largo, pintado de un pálido verde con un irregular descascarado a lo largo de las paredes, con manchas de humedad enormes en el techo, moho y otras cosas indefinibles. Encontraron una suerte de patio, ya al final de la casa, que daba a uno de los caños circundantes. Allí se encontraba un “parqueadero” de carretillas destartaladas, a veces con inquilinos dentro, arropados con sábanas y cajas rotas, con las que cubrían sus cuerpos. 


Ramírez, por instinto, se llevó el dedo índice a la nariz, para tapar el crudo olor de mugre revuelta, sudor y agua estancada y podrida del caño del mercado. Miró de reojo a Suárez, cuya mirada extraña caía sobre los indigentes y los veía como si de basura se tratara, se notaba asqueado.


— ¡Pregúntele a ese!  — indicó luego de buscar el carrito con colores de la bandera.


Suárez le pegó un par de puntapiés y el reciclador se levantó del sueño, asustado quizás, por quedarse dormido. Este, con los muy ojos abiertos, miró a los tipos frente a sí, tan pulcros que lo primero que le vino a la mente fue gritar:


— ¡Tombos!


El resto de sujetos se sobresaltaron cuando resonó el grito por los recovecos de la casa. Muchos corrieron, hombres a medio soñar abandonaron su éxtasis para cruzar las fronteras; algunas mujeres se escondían o tonteaban con las polleras, con una mirada de reojo que controlaba el panorama; había jóvenes recién lanzados a la calle que salieron sin ruido... niños sin madre o padre. Dejaron sus pipas y jeringas antes que los apresaran o les dieran golpes por el hecho de ser gente desechable. Otros, por el contrario, se envalentonaron y mostraron filos plateados a los costados de sus manos o revólveres hechizos, los llamados “chopos”, que se ocultaban dentro de las camisas roídas que tenían. 


El supuesto Pingajo saltó del mullido saco dentro de la carretilla para ponerse en pie en el patio, presto para correr y dejar que la comunidad del centro devorara a quienes llegaron tan a lo profundo de la garganta del mercado. No llegó muy lejos. Suárez lo barrió de una patada y se le echó encima como un gato. Ramírez, al ver que los otros comenzaban a envalentonarse ante el evento, no dudo en dejar ver el revolver en la sobaquera, cubierta con naturalidad con el periódico que llevaba bajo el brazo todo el tiempo.


— Te preguntamos algo y te dejamos ir. ¿Va?


— ¿Pero van a tirar la liga? — repuso el Pingajo con un lloriqueo. Entonces Suárez, miró al detective y este asintió.


—¡Pago! ¡Pago!


Un cuarto de hora más tarde, los tres salieron de ese atolladero. El Pingajo colaboró al afirmar que se había confundido porque “el sople estaba fuerte”. El habitante de la calle sacó el carrito del patio y los dos civiles le siguieron con una sonrisa falsa, pero modesta.  Los tres dejaron el lugar y decidieron subir hasta llegar a la Calle de las Vacas, percibieron el arrume de gente que se agolpa a esa hora y buscaron un restaurante de pollos asados.

 

Muy a pesar, ya que el dueño se entendía muy bien con Ramírez por ser ambos del interior del país, profirió un “no” rotundo cuando su coterráneo le propuso dejar comer al Pingajo en una mesa. El detective pidió un pollo entero con sopa y se pusieron a almorzar a un lado de la acera, junto a la carretilla. 


El Pingajo parecía no haber comido bien en semanas. Engulló el pollo y vació la sopa en un santiamén. Un poco más consciente, más aterrizado, el sujeto levantó la cabeza como un gesto y manoteo como si exigiera una explicación. Suárez, entendió el mensaje y se lo pasó al detective.


— ¿Qué sabes de los muertos, allá abajo, por los caños del mercado?


— ¡Eche! ¿Y qué tengo yo que ver con esas vainas?


— ¡Pilla, loca! — apuntilló Suárez desesperado — Dicen que fuiste el último que vio a todos los que se pelaron. Le digo al detective que te embalemos, te llevamos y allá arriba, a la principal, llegaron unos tipos caleños que están medio tostaos — dejó un silencio de reflexión, uno que se sintió a pesar de lo atestado que estaba el pedacito — ¡Pata es lo que vas a llevar...!


— ¡Mire, calidá, a mí no me achaque esos fiambres! El último que vio a ese montón de gente fue Lombrij´e Mulo — se levantó con los ojos casi salidos, azarado como un ratón ante el gato — Ese man era con quien me rebuscaba en la carretilla para los varetos; pero un día, subimos más allá de la Murillo y ese man no volvió normal. Se encontró un directorio telefónico amarillo, de esos viejos, entre la basura, se puso a leer. ¡Dizque a leer! Y cuando bajamos por Líbano, este cole se pone de pie en la punta de la carreta y se pone hablar mondas que nunca en mi chirrete vida le oí hablar. ¡Por mi madrecita santa que fue así!


Los agentes se miraron con suspicacia. En el tiempo que estuvo con ellos, no consumió droga alguna y estaba relativamente “bien”, a pesar que ya se rascaba el cuello y movía el pie ansioso. Antes de soltarlo por fin, Ramírez le preguntó por su compañero, Lombriz de Mula.


Ese se tostó feo. Vayan hasta el fondo del caño, detrás del mercado de carne. Busquen una casona vieja, la única que todavía sigue en pie por allí. Allá espantan, cole. 


Antes de dar la vuelta y emprender el camino a los caños, el Pingajo agarró del brazo al detective para reclamarle unas monedas:


— ¿Y no vas a tirar nada para el vareto?


— ¡Vomita, entonces! — respondió el detective Ramírez con fastidio en el rostro.


Atravesaron todo el Mercado de Carnes, con su variopinto cúmulo de olores, donde el revoltillo de olores de especias, sangre y agua empozada ganaba campo a cada tanto. A su alrededor, hombres con ropas que alguna vez fueron blancas, ahora impregnadas con el color de la carne y el recio aroma ferroso de la sangre inundando el playón, entre risas y amenazas. Saltaron los riachuelos rojos que daban a los desagües más cercanos y, a medida que los expendios quedaban vacíos, crecía una sensación malsana que les recorría el abdomen, como si fueran observados por ojos invisibles entre la resolana del medio día.


Los dos hombres salieron por la parte de atrás del largo edificio cerrado, después de dejar el último tendedero con esterillas, allá donde traían los camiones con los animales despresados. El intenso y denso olor de la sangre inundaba todo, observaron asqueados los pellejos y las tripas que se peleaban los perros famélicos de los alrededores. Todo estaba desierto en lo que cabía, debido a la naturaleza del lugar. 


Cruzaron la calle siguiente y subieron por un destartalado puente que unía un tramo de los últimos caños de la ciudad con en el principio de las invasiones. Entre las chavolas mal hechas se levantaba una suerte de mansión que, en sus mejores épocas, debió albergar personas de abolengo. Ahora, lucía como un caballero vencido y derrotado, con partes de su armadura esparcidas a su alrededor.


Hasta allá le llegó el sentido del deber a Ramírez, porque Suárez lo veía como una pérdida de tiempo. Fue el patrullero quien buscó entre los locos y habitantes de la calle alguien que le diera razón acerca del Lombriz de Mula. Suárez le regañó porque cada vez que mencionaba el apodo con tan buena dicción, los interpelados se miraban con extrañeza entre ellos.  


En efecto, el boca a boca lo llevó al interior del edificio. La casona se levantaba entre paredes endebles, con una cal de un color enfermizo que recubría y tapaba las heridas de sus ladrillos caídos; las grandes ventanas de ajimez, apuntadas con la madera devastada, sin cristales y tapadas burdamente con trozos de cartón sucio. Sólo quedaban las jambas como monturas de anteojos y, por extraño que resulte, las tejas terracotas que medio cubrían el techo, seguían inexplicablemente en su lugar, quebradas. La puerta principal, despejada y vacía de marco blanco y con lumbre en su interior, exhalaba un aire pesado, caliente y con olor a moho. Los cuartos dispersos estaban ocupados por los adictos de siempre, abandonados a su suerte, con los olores herbales de la marihuana o desagradables del basuco y otros ácidos del crack que danzaban por los corredores y pasillos entre nubes densas de humo.


Las cosas empezaron a tornarse realmente extrañas cuando al internarse por la casona dieron con el patio; pero en ese momento, muy probablemente, la apariencia de la casa y sus medidas por fuera no coincidían con los espacios de dentro, los espacios se fueron tornando adimensionales y, al fondo, notaron que se alzaba lo que parecía una suerte de granero o cobertizo para herramientas. Advirtieron que, de alguna manera no visible, las paredes sostenían cientos y cientos de páginas amarillas, de esas de los antiguos directorios que desechaban cada año por la ciudad. Al avanzar vieron una línea formada por mendigos, con las mismas guías telefónicas sobre sus manos; incluso había uno que sostenía hasta tres en sus escuálidos brazos y se tambaleaba ante el esfuerzo.


— ¡Ehhhh! ¡Ve, ve! ¡El cachaco marica este se va a colar! — gruñó el que estaba próximo a entrar por una puerta hinchada, con un símbolo raro remarcado entre las tablas de arriba de la puerta, como tres signos de interrogación unidos por el punto.


Suárez lo miró como quien pisa mierda y levantó un poco la camisa para que vieran el mango del arma de dotación, acción innecesaria que hizo que todos salieran de allí despavoridos y, a su vez, saliera quien se encontraba dentro del cuarto.


Era un hombre enjuto y delgado, alto en extremo. Estaba desnudo salvo por las páginas amarillas que había rasgado, unido, vuelto a rasgar y pegado a su cuerpo. Lucía demacrado, con unas profundas ojeras y los pómulos salidos, casi como una momia con su piel apergaminada y pálida, casi transparente como el alabastro cuando refleja la luz. Sobre su cabeza se alzaba una endeble corona del mismo material que su ropa, inamovible.


El patrullero, al verlo como una amenaza, saltó hacia atrás y desenfundó sin dudar. Ramírez le pidió que bajara el arma y le preguntó por el tal Lombriz de Mulo. El sujeto sonrió y dejó ver sus encías desdentadas, pero el gesto era sobrenaturalmente tranquilizador.


— Así se me solía decir, buen hombre. Ahora me gusta que me llamen Antonio, pues sé que Antoine, se les dificulta mucho.


La sorpresa fue inmediata. La respuesta no dio rodeos ni fue insegura, sino al punto. Aceptar y corregir. Suárez no pudo contener un “¿Eche?” ante la distinción con la que hablaba.  Ramírez supuso que estaba frente a un ilustre demente; de esas personas cuyo cerebro les hizo un corto circuito. Sacó la libreta de apuntes y se presentó como el agente de la Ley que investigaba los muertos del caño.


El rostro del sujeto no cambió en lo absoluto a medida que le contaban lo que sabían y lo que querían preguntar. Escuchaba apaciblemente con sus manos entrelazadas; fue entonces, como si recordara de golpe un doloroso recuerdo, que contrajo sus facciones en la añoranza de un momento. Suspiró.


— Todos se fueron al Gran Banquete en la casa del Rey. Yo, que les presenté la invitación a todos los que quisieron escuchar…y estos solo decidieron ser ingratos, malvados...ruines. — los ojos atormentados de Antoine se posaron sobre Ramírez, sus pupilas resultaban muy pequeñas para el tamaño de sus iris — Pero, que falta de cortesía la mía, ¿desean pasar a mi humilde morada? No es tan pomposa como lo creen los que cohabitan esta casa conmigo.


— Disculpa Ramírez, pero no entendí ni mierda — exclamó Suárez con la simpleza del caso.


— Mire, Suárez. Entre y no diga nada. Yo tampoco le entiendo mucho, pero es mucho más claro que el idioma que se habla por las calles.



Cuando pasaron a su lado al cruzar el torcido umbral fue que notaron la considerable altura que tenía su anfitrión. Les sacaba casi una cabeza; de cerca se resaltaba lo magra de sus carnes y la poca grasa en el cuerpo. Extrañamente no tenía olor, excepto el olor circundante. El interior de la habitación era una combinación de buen gusto, pero con los objetos más raídos y dañados que se pudieran encontrar, mesas, cortinas, cuadros, percheros, sillas. Todos esos objetos eran de una clase y una distinción inusitada para el lugar, pero no eran nuevos, estaban mal pintados, mal barnizados y eran de un color ambarino enfermizo. Las paredes, casi en penumbras a esa hora del día, dejaban ver el desconchado de la pintura cuando no estaban tapizada con páginas amarillas.


Antoine les señalo un sofá con pinta endeble, pero los adelantó para retirar las pilas y pilas de páginas amarillentas de directorios telefónicos. Tanto Ramírez como Suárez notaron el desplazamiento sin sonido al caminar, se movía sin que los pies se vieran, como si levitara sin esfuerzo. 


El mueble crujió con lástima, pero soportó el peso de ambos policías. A su vez, el dueño del cuarto amarillo, haló una butaca y se instaló plácido, de piernas cruzadas, atento aunque ausente.


Ramírez reparó en la obsesión con el color. Fue imposible no hacerle la pregunta, aunque quizá, no debió preguntar por aquello.


— ¡Ah! Mi fascinación por el giallo. Es un hermoso color la verdad... pero no tan radiante como el sol que quiere calcinar a Barranquilla…sino éste — señaló la tela podrida de su asiento — La verdad este despertó mi interés cuando lo encontré mientras buscaba en la basura. Verá, hace un par de noches atrás, se presentó en el Amira de la Rosa, una compañía de teatro francesa, llamada Les Fauconniers, y al director tuvieron la desgracia de robarle. ¿Por qué lo sé? Porque el hermano del Pingajo nos llamó para ir a buscar unos libros para reciclaje, en un desguazadero de carros que queda encima de la calle Murillo. 


— Señor Antoine — carraspeó Ramírez, incrédulo sobre como manejaba los otros idiomas de repente, pero su instinto lo hizo señalar lo obvio, repitió — Señor Antoine, ¿usted sabe lo que dice? Con esa declaración se hace cómplice del presunto asalto y robo de un vehículo. Puede pagar cárcel por eso.



— Detective... — repuso en un susurro Suárez, que no parecía estar cómodo con la narración — ¿por qué no echamos pa´lante al loquito? Salimos de aquí, a lo sumo lo meterán en el CARI, y continuamos con nuestras vidas.


— No es el proceder, Suárez — cortó Ramírez de inmediato.


— Exacto, Suárez. No es el proceder, — repitió Antoine al girar y posar los ojos sobre el patrullero — además, ustedes vinieron por los asesinatos, nadie les va a creer que un loquito conoce de desguazaderos, ollas y huacas. Déjeme concluir mi relato, detective, y ya juzgará usted lo pertinente.



Ramírez vio que la distancia que guardaban el sujeto y el patrullero era generosa, y el susurro del joven policía fue difícil de comprender incluso para él. Suárez solo se recostó con los ojos muy abiertos, en silencio, por el resto de la conversación. El comedido Antoine le lanzó de nuevo la plácida sonrisa desdentada y se recostó en su sillón, para continuar con los ademanes y la perfecta dicción.


— En fin, ese día nos fuimos entusiasmados porque la olla, donde solíamos comprar las dosis, dejó de ser asediada por la policía y poco a poco la normalidad volvió a la zona. Y nuestra emoción era más, pues lo que nos dijo el hermano del Pingajo era que las maletas estaban repletas de libros, hojas y periódicos, que de utilidad nada. Pero, ¿venga usted a saber si no esculcaron y se llevaron lo realmente valioso de allí? Aunque. la verdad, lo más valioso, eso lo encontré yo.


Agarramos la maleta con rodachinas y la metimos dentro de la carretilla. El peso era considerable a pesar de ser solo papel. Buscamos la carrera Líbano para llegar lo más pronto al centro de reciclado y vender todo ese material. Ahí fue cuando se nos vino la idea de revisar, en caso que se hubiera quedado confundido o mal revisado uno de los bolsillos de la valija. Abrimos y buscamos algo de valor con ansias, hasta que di con ese libraco parecido a una guía telefónica. Pingajo lo vio como la menor de las cosas; más yo, detective, sentí la intrínseca necesidad de amarrarme a ese tomo. Fue como adquirir consciencia poco a poco. 


Mi mente pensante se desperezó y me percate de mi estado deplorable hasta los huesos; el hedor que salía de mi piel, la suciedad que tenía pegada en mis manos. ¿Cuándo me había arrojado yo a esta insania decadente? Fue lo primero que me pregunté (y a pesar de que sabía la respuesta, que fue debido a un gran altercado familiar), pero ahora eso no me parecía el gran suceso, sino algo que me preparó para soportar el mensaje de esas páginas.


Todo eso era el tercer acto de una obra de teatro cuyas otras dos partes no pude encontrar en el interior de la maleta. Estaba escrito en un francés muy depurado, casi del siglo XVII, pero era capaz de leerlo como usted al leer el journal que tiene debajo del brazo. 


Este pedazo de la obra hablaba de un horrendo, aunque virtuoso baile de salón. Quince parejas distinguidas adornaban el enorme espacio de un viejo castillo amarillento. Todos reían. Todos bailaban. Todo era un gran banquete para los sentidos en general. Cuando conjuró la noche su momento cúspide, el extraño cielo negro, descrito por el dramaturgo, reveló dos lunas de un mundo de ensueño y, por medio de los altos vitrales, donde debería estar la silla del rey, se materializó entre los halos de la luna, un gran figura altiva y enfermiza, que apareció para honrar la hermosa fiesta que se celebraba. Los aplausos no se hicieron esperar y la música recrudeció en sublimes melodías que ningún hombre común, como usted o yo, jamás nunca escuchará...


El fervor de la descripción hizo levantarse a Antoine y bailotear por el pequeño lugar, al tiempo que se levantaban las hojas a su paso y de algún lugar (que Ramírez nunca señalo en su reporte por no tener la certeza de ello) alcanzó a escuchar el compás inicial de un vals clásico. Ambos efectivos, solo lo siguieron con la mirada, pero ninguno pudo asegurar que entre los pliegues de los faldones de páginas amarillas se vieran sus piernas.


— Caballero, ¿podría continuar con su relato? — atajó Ramírez en la última media vuelta del plácido hombre. No le gustaba por donde iba el relato, pero no encontraba imposible que con esta perorata se hubiera llevado al suicidio a todas estas personas.


— Disculpe, me deje llevar por la historia — el largo Antoine se dejó caer en su puesto, alisó sus faldas de papel y cruzó las piernas de nuevo para seguir — Antes de retomar, le pregunto algo, señor detective ¿no se ha encontrado usted, alguna vez unas líneas, un párrafo que quiere leer en voz alta para que todos lo escuchen? ¿Para que todos se enteren del precioso tesoro que encontró? Pues, eso fue lo que sucedió conmigo en esa carretilla, ¿sabe? Cada guión, intervención y silencio, para mí era un manjar suave y dulce, un dátil a mi garganta. 


¡Claro que tenía que pregonar semejante belleza! Y aunque por momentos se tornaba abyecta, ante lo detallado de sus muertes, y su amor, grotesco, enfermizo, más auténtico que el de todos los súbditos que se reunieron para complacer al Rey de Amarillo. Y el rey aceptaba sus humildes ofrendas, hasta que no quedó más nada que el recuerdo de su devoción y los hermosos cadáveres, con sus mejores vestidos y las peores muertes auto infringidas, hasta donde alcanzara Su Majestuosa Voluntad.


Fue cuando entré victorioso por la Ricaurte. El Pingajo estaba ya harto de mí y mi declamación, así que cuando llegamos a la plaza, me botó del carrito y se puso a amenazarme para que vendiera el libro. Fue cuando me di cuenta que mi compañero era sordo como un mirlo para la métrica y la melodía. A diferencia de los que sí escucharon y se acercaron a mí, cautos, amorosos, dichosos al traerle este evangelio que los invitaba a salir de sus miserias... — hizo un alto en la conversación, un silencio lo abrumó y dos lágrimas se escurrieron por sus mejillas — Fue cuando sucedió eso, el salvajismo. 


El Pingajo tironeó del libro con violencia, según él porque no entendía que alucinógeno consumí. Claramente, me resistí, no quería que esto sucediera. Pero los otros, al ver que no tenían soporte, se abalanzaron sobre mí para tomar su invitación, sus papeles en la corte. 


El libro fue despedazado delante de mis ojos y para mí no quedó texto que recitar, ni convite que asegurara mi lugar en el Gran Baile. ¡Nadie quería leer conmigo! Y los entiendo, pues cada uno quería hacer la mejor actuación, presentar lo mejor de ellos.


Y se formó como una comparsa que me empujaba y pateaba. Sus rostros de antiguos compañeros de calle, se trastocaron en miradas gélidas, apáticas; es decir, una caricatura de la clase alta vestida con harapos. Y por más que pedí, rogué, supliqué y me arrastré que tan siquiera me dieran una línea, nunca fui escuchado. 


Ese Jueves Santo, entrada la noche, se organizaron cuando pudieron controlarme, se pusieron sus mejores harapos, limpiaron sus rostros, cepillaron sus pocos dientes y bailaron. ¡Si, claro que sí! – aulló como poseído Antoine mientras representaba sus palabras - Bailaron ese vals fantasmal que parece conocer los recovecos de esta ciudad y que no he podido volver a hallar, siquiera para sosegar mi dolor de quedarme entre los vivos. Entre los tristes vivos...


Su tristeza fue tan cierta, que casi como un muñeco de baterías, se detuvo hasta la inmovilidad, con una respiración imperceptible salvo por el pitido de sus pulmones cuando se llenaban cada tanto. Tanto Ramírez como Suárez sopesaron el silencio y la oportunidad de salir de allí. Era una demencia que podía volver loco a quien le escuchaba. Sin movimientos bruscos, se levantaron y salieron por la única puerta de la habitación y apretaron el paso cuando divisaron el umbral de la puerta de la casona. Luego, echaron a correr hasta volver a la civilización barranquillera, al barullo del mercado costeño.


Al final no hubo mucho que decir. Ramírez no podía confiar en lo más sensato que le contaron sobre los muertos del caño. A pesar que fue rodeado por el aura sobrenatural de estar en la antesala al asesinato de Cristo (y fue parte de brujería), como muchos pastores y sacerdotes dijeron cuando se enteraron de los detalles susurrados. Detalles que Carlos Ramírez decidió racionalizar.


La declaración final fue asociada con una Plaga del Baile, parecida a la que se registró en 1518, por allá por Alemania cuando no se llamaba así. La explicación fue que los danzantes murieron extenuados por no poder dejar de danzar. Los participantes de acá, por los testimonios recogidos por los pocos lugareños que les vieron, se organizaron, bailaron algo que solo ellos oían y, sin saber a ciencia cierta, pues no hay testimonio ocular y solo especulativo, se arrojaron para ahogarse entre ellos, quizás.


Pero la verdad era inquietante.


La descripción de Suárez, que sí quedó consignada en el reporte final, fue tomada como la de un agente expuesto a mucho estrés ante los hechos. Ramírez pudo visitar al forense en Medicina General y este le confesó y mostró las fotos de los plácidos cadáveres antes que los reclamaran. Todos estaban sonreídos, sin marcas de agitación o de lucha. Hinchados por el ahogamiento, pero felices. 


Luego, subió una cuadra y fue a visitar a Suárez en el CARI. Lo mandaron a reposo por lo hilarante de su reporte. En lo poco que logró leer el detective decía algo como: “el patrullero, luego de ver presentarse al loco con papel amarillo pegado al cuerpo, poco a poco, pudo divisar un traje de una tela muy fina, que no hacía gracia con su cara de reciclador rehabilitado”.


Por otra parte, al Pingajo lo hallaron días después de la conversación con los policías, pues presuntamente, había develado información de un local clandestino que vendía partes de autos robados, por encima de Murillo. Lo encontraron lleno de puñaladas en todo el cuerpo. En sus últimos instantes, se arrastró hacia la calle y quedó a la mitad, tendido boca arriba. Cuando lo fueron a levantar, tenía flores amarillas echas de papel delgado, frágil, en cada una de las puñaladas que contaban, por casualidad macabra, treinta y una.


La casa amarilla detrás del Mercado de Carnes, un buen día, se vino abajo. Fue una tragedia, porque los que consumían quedaron sepultados entre los escombros y la exhalación amarilla de papeles que revoloteo por las calles fue tal que el tráfico de la Calle de las Vacas tuvo que detenerse para evitar accidentes en la vía. A Antoine nunca lo encontraron entre las piedras, pero tampoco se le volvió a ver, incluso muchos no recordaban haberlo visto.


Ramírez, ahora que recuerda, creía que Antoine se parecía mucho a la descripción del Rey de Amarillo que dio cuando se levantó a contraluz para danzar.



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