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El djinn de viento

Actualizado: 17 dic

I. El Asedio


El sol se derretía sobre la arena como si se le cayera la piel. El suelo a mis pies se extendía como un infierno de oro fundido y el viento soplaba con ráfagas que parecían el aliento caliente de una bestia inmensa e invisible que me olisqueaba. Un murmullo rodeó las altas paredes de Qadis-Al-Vhari para estrellarse conmigo y, en él, me pareció escuchar el silbido lejano de una antigua serpiente que se arrastraba con malicia entre las dunas.


No me importaban los malos augurios, había tenido noticias de un mal que aquejaba el lugar, así que viajé hasta él buscando fortuna. Quizá les hiciera falta una mano o una espada. Desde que había hecho el pacto de Bâd-e Nivâd, la caracola de los vientos no había vuelto hasta ahora a Wâdî an-Nujûm, los sultanatos del Valle de las Estrellas. Los países de la arena, a menudo, revelaban tesoros escondidos a los valientes, y yo necesitaba dejar enfriar un poco las cosas en Occidente.


Se percibían olores rancios en el aire. El picor salado de las especias entremezcladas, el dulzor repugnante de las bestias y los cuerpos sin asear junto al indefinible miedo. No elegí el camino, ni su parada final. En mi vagabundeo, me pareció como si el viento me hubiera arrastrado hasta la maldita ciudad de murallas carmesíes; pero no fue así, no fue el viento quien me llevó, sino el destino, ese mismo que elige a los hombres para arrojarlos como perros al lugar en donde quiere verlos, ya sea para que triunfen o para que mueran. 


La lentitud con que avanzaba la caravana y sus frecuentes pausas contrastaban con el afán de la ciudad, inquieta, bajo un asedio invisible que le sorbía los huesos. Los guardias miraban apoyados en las almenas con ojos cansados, como quien ruega la muerte. Desde lo alto, parecían guardar no solo la ciudad, sino el temor que le salía de dentro por entre las grietas en oleadas calientes.


Al llegar hasta las murallas, reparé en los cuerpos. Colgaban de cadenas en ganchos oxidados como pendones macabros. Algunos eran sólo pellejos resecos pegados al hueso; otros, todavía tibios, supuraban porquería y atraían enjambres de moscas. Se notaba que las ratas y la intemperie se habían dado festines con su carne. Un par de cuervos picoteaban con calma un rostro sin ojos, y podría jurar que uno de los cadáveres me sonrió cuando no lo estaba mirando directamente. Me quedé quieto observando aquel cuadro de horrores. Quizá fuese una advertencia o tal vez era solo la costumbre inhumana de un reino podrido.


La sed me había partido los labios, los ojos — el ojo bueno, el derecho — me ardían y mi espalda gritaba pidiendo descanso, pero avancé con calma entre la caravana de mercaderes y visitantes como quien ya ha bailado muchas veces con la muerte y ya no le impresionan sus disfraces. Metí el dedo bajo el parche para rascarme uno de los párpados inertes de mi ojo vacío.


Un carretero viejo, que aguardaba turno con su mula en la fila para entrar, me miró de soslayo. Le pregunté, sin apartar la vista de los despojos que ondeaban con la brisa:


— ¿Sabe quiénes eran?


—Esos eran los adivinos y astrólogos del emir. — dijo después de escupir.


— ¿Por qué los colgaron?


—Porque al emir no le gusta que le den malas noticias.


— ¿Y si las malas noticias son verdad?


—Todavía peor. — Me quedé en silencio. El viejo carraspeó, como si quisiera arrancarse las palabras del gaznate. — En esta ciudad —añadió — acertar es peor que equivocarse.


Asentí despacio. No supe cómo, pero entendía lo que el viejo me había dicho. Sus palabras me hicieron pensar que los hombres podridos de la muralla fueron castigados por mirar demasiado lejos. Me causó gracia pensar en lo cruel que era el destino; primero, te obliga a mirar y luego te arranca los ojos por haberlo hecho.


Me moví con la marea de personas, bestias y carros que avanzaba como un camino de hormigas. El portón de la muralla se abría entre gritos y polvo; entonces, entre empujones y voces quise alcanzar de nuevo al anciano que avanzaba unos pasos adelante, para preguntarle si sabía cuál había sido el mal profetizado por los adivinos, cuando una algarabía se levantó y la caravana se convirtió en un torrente.


Todo el mundo corría a apretarse contra las paredes, a esconderse bajo las carretas o a meterse en cualquier edificio, siempre mirando hacia arriba con miedo, como si temieran que cayera fuego del cielo. Me moví de las murallas hacia dentro, a la ciudad, a través del estruendo de la multitud entre una nube de polvo y miedo a mi alrededor; los gritos de los mercaderes se confundían con el relincho de las bestias y el golpe de los tambores. Desde allí, vi oscurecer el cielo, como si algo inmenso descendiera sobre la ciudad. Fue entonces cuando las vi.

Eran figuras vagamente humanas, con el cuerpo retorcido y el hambre grabada en los huesos, como babuinos enfermos. Algunas me recordaban a gatos sin pelo, otras a hienas; todas tenían alas negras, cubiertas de plumas finas como cuchillos y patas de ave rapaz. Se lanzaban desde lo alto empuñando armas de asta — largas agujas, atrapa-hombres, picas — para ensartar a los que huían o clavarlos al suelo como insectos. Su piel marcada a fuego o tallada en carne viva con símbolos demoníacos, que producían dolor al mirarlas y provocaban náuseas.

Invadieron la plaza como un enjambre de abejas furiosas. Las garras negras y relucientes se cerraban como cepos sobre cuerpos humanos y los alzaban gritando al cielo, poco después, los chillidos se quebraban en el aire antes de volverse carne desgarrada. Las criaturas devoraban en pleno vuelo, masticando miembros aún vivos; los dientes arrancaban grandes trozos que sangraban como lluvia caliente sobre el empedrado. Sangre, huesos, vísceras — todo se mezclaba en un vapor rojo que olía a hierro oxidado. Con los guerreros pertrechados ni se molestaban en pelear, sólo los elevaban y los dejaban caer o los desmembraban tirando de ellos por los miembros.

«Sean malditas mis entrañas» pensé. Bajé del camello con torpeza y me refugié debajo de una carreta. Mi cansancio desapareció enseguida, consumido por el ardor del combate. Desde mi escondite, monté un virote en la ballesta y le disparé al primero de esos demonios que descendió a llevarse a una muchacha, se lo clavé en el pescuezo; el monstruo aleteó un segundo, dejando un chorro de sangre en el aire y se estrelló contra un carro de frutas, destrozándolo. Antes de que el cuerpo terminara de caer, yo ya tenía listo otro virote y con él le di a otro de ellos en las costillas, luego en el ojo de un tercero, que dio saltos y correteó como un pollo sin cabeza hasta desplomarse.

Así seguí abatiendo cerca de una decena de ellos desde la distancia. Cuando se me acabaron los virotes, dejé a un lado la ballesta y desenvainé la espada con delicadeza para no hacer ruido; los patrones marmóreos en la hoja de damasco ondulaban como vetas de tinta disueltas en plata líquida y el bajorrelieve del fénix en su base ardía con el color de la lava, pero no me moví de mi escondite. Desde allí observé cómo una de las furias con cara de gato le arrancaba la cara de un zarpazo a un guardia, mientras otras dos lo atravesaban con sus picas, pero yo seguí esperando. Entonces una de las criaturas vio a un hombre que intentaba llegar con un niño hasta una casa cercana a espaldas de ellas, se abalanzaron contra ellos como chacales hambrientos. En ese instante decidí intervenir.


Me lancé contra ellas cuando dieron la espalda. Pude haberme quedado ahí, a cobijo, pero había algo en la lluvia que me atraía a bañarme en ella. Avancé entre los cuerpos caídos y, al llegar hasta ellas, le cercené una pata a la arpía que tenía más cerca — una que tenía cara de gato — justo cuando se alzaba en el aire. El chirrido de dolor que soltó alertó a las otras dos, pero ya era tarde, ya me tenían encima. El hombre y su hijo aprovecharon la distracción y lograron huir.

La segunda de ellas, una con cara de simio , se fue de bruces cuando mi mandoble le partió la espalda como una tabla y la dejó temblando de dolor en el suelo. Apenas y pude respirar, la tercera, horrible como buitre, remontó vuelo a poca altura y me arrastró con ella, aferrado a su tobillo con una mano como un lastre. La cara-de-gato trató de alcanzarme desde abajo con lo último de sus fuerzas cuando apenas nos elevábamos, pero la repelí de una patada en el hocico antes de que cayese despatarrada entre los restos.

El demonio buitre gritó de rabia, haciéndome sangrar los oídos y golpeándome contra puestos de venta, carpas y paredes conforme ganábamos altura, pero no me solté. Entonces aleteó con más fuerza para llevarme aún más arriba, con el resto de los suyos, pero antes de que ganara más altura, lo acuchillé varias veces con la mano libre y él respondía dándome zarpazos con la pata libre también, hasta que me estiré conectándole una estocada profunda en las costillas, matándolo, al tiempo que un chorro de sangre espesa y caliente me bañaba la cara. Ambos caímos destrozando una venta del mercado de especias en el proceso.


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Me incorporé desorientado y herido en muchas partes. Me dolía mucho un muslo, un codo, sentía un corte en la frente, varios raspones en los hombros y la espalda, todo mi cuerpo ardía como una quemadura a causa de las especias de los costales que se me habían pegado a las heridas cuando destrozamos el puesto al caer, pero en especial los cortes del brazo que me había hecho el ser con sus garras en nuestra pelea.


Recogí la espada y traté de aclarar la vista como pude; fue entonces cuando noté que había perdido el parche del ojo izquierdo. La nube de especias en polvo del puesto destrozado me hacía llorar y me nublaban la visión. Apenas y pude reponerme, cuando escuché un aleteo acercarse detrás de mí y me arrojé al suelo justo a tiempo. La silueta de una de aquellas hienas aladas me pasó por encima. Desde el suelo agarré un puñado de polvo, y cuando aquella rapaz dio la vuelta para rematarme, se lo arrojé a la cara mientras eludía su embestida en el último momento.


Cegado de repente, el monstruo fue a estrellarse con un tenderete enredándose con la lona hasta que cayó con estropicio. Aproveché el respiro para escupirme la punta de los dedos y frotarme los ojos con saliva. Ya con la vista más clara corrí hacia la arpía mientras todavía se desenredaba para rematarla. Al chocar con ella, sentí el aire arrancado de mis pulmones de un aletazo, pero antes de rodar por tierra, vi un chorro de sangre siguiendo mi acero. Todavía aturdido, lo vi girar para alzar el vuelo, pero el filo que le había dado a probar en el pecho no se lo permitió. Me levanté tambaleante y le lancé una estocada que se le hundió en la base del ala.


La criatura chilló e intentó voltearse, arrancándome la espada de las manos. Yo le respondí con un cabezazo en la cara, y sentí que sus dientes me raspaban la calva al tiempo que nos íbamos al suelo. Luego intentó alcanzarme con las garras, pero me revolví y le abrí la garganta con la daga que llevaba al cinto. Se resistió, gorgoteando, como un cerdo asustado, pero yo presioné más, apoyando mi peso, hundiendo aún más profundo la hoja en su cuello, hasta que su movimiento cesó en medio de una fuente roja.


Guardé mi daga y corrí a recoger la espada para continuar la refriega, la cual duró la tarde completa. Picos y fauces me mordieron, garras y lanzas me cortaron y apuñalaron hasta que no pude tenerme en pie sin temblar, manchado de sangre, propia y ajena, junto a una mezcla en polvo de cardamomo, canela, nuez moscada y un sinfín de especias salidas de los puestos de venta destruidos en batalla, pero también con un campo de cadáveres suyos a mi alrededor.


Aquello había sido como pelear contra sombras hirientes y hambrientas. Vi venir más de ellas, pensando si sería bueno morir de ese modo, desafiando demonios de viento hasta la última sangre. El corazón me latía como un tambor de guerra y, por primera vez, vi algo parecido a la duda en los ojos negros de las bestias aladas. Aferré la espada con lo que me quedaba de fuerza, dispuesto a usarla. Fue entonces cuando un chillido sonó a lo lejos, replicándose como un eco a través de la bandada. Después de eso alzaron el vuelo marchándose de vuelta a las montañas más allá del desierto.


Poco después, muchas personas, entre guardias, mercaderes y gente del común salieron de sus escondites cuando el cielo se despejó. A lo sumo quedaban pocos minutos de sol, pero en mis ojos se adelantó el ocaso y me sumergí en la noche arrastrado por el viento.


II. El Emir


Según me contaron tiempo después, mi hazaña era noticia y por las calles de Qadis-Al-Vhari no se hablaba de otra cosa que no tuviera que ver con «el hombre con el acero de Damasco» y con cómo ese solo hombre había matado a medio centenar de demonios alados. Al punto que, de tantos testimonios, el mismo Emir en persona había solicitado verme, pero yo estaba tan maltrecho que había dormido por días.

—¿Dónde estoy? — alcancé a susurrar. Y la garganta me ardió.


—Bimaristán. — respondió un joven galeno a mi lado — Una caravana de gente te trajo hasta aquí hace cuatro días — posó su mano en mi nuca ayudándome a levantar la cabeza y me dio a beber agua —Perdiste mucha sangre.


—Ellos perdieron más — Un acceso de tos me acometió. Me senté con lentitud. A mi lado descansaban mis pertrechos, todos completos.


Desde el lecho, el sol del patio se colaba entre las columnas del pabellón y me hería los ojos. Aun así, pude distinguir una carreta llena de cuerpos alados y monstruosos que aguardaba junto a la fuente. Había varios jóvenes que revolvía los restos, buscando algo en específico, como quien va al mercado a comprar pescado; cuando encontraban lo que buscaban, se lo llevaban adentro, y lo disponían en mesas donde los abrían en canal.


—Qadis-Al-Vhari te está agradecida. Salvaste a muchos ese día, extranjero. ¿Cómo te llamas?


—Soy Damasco. Damasco, El Tuerto.


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Días después solicité una audiencia con el monarca. No fue nada difícil obtenerla, ya que él mismo estaba deseoso de conocerme. En la calle, la gente me saludaba con aprecio y los vendedores me obsequiaban cosas al pasar; hasta los parcos guardias llevaban el puño izquierdo al pecho a manera de saludo cuando cruzábamos miradas.


En el mercado, un soldado viejo aseguraba a un grupo de personas que nunca vio a nadie pelear así; me señalaba y decía que mis armas debían ser especiales o, tal vez, que yo era Al-Mustami', «el que inclina el oído», que es una suerte de profeta reverenciado por ellos. A raíz de sus palabras, muchas personas comenzaron a seguirme cuando vieron que me dirigía al palacio del emir, iban repitiendo arengas y proclamas en su idioma, hasta que una riada de gente se convertía en procesión. Mientras caminábamos por las calles, un cordón de guardias se cerró en torno a mí, pues eran muchos los que querían tocarme, en especial los mendigos y enfermos que pensaban que el poder de su dios vivía en mi interior.


En el camino escuchaba a la gente hablar, un sacerdote decía que aquellos seres eran invulnerables y ningún metal, ya fuese bendecido o impuro, era capaz de dañarlos, pero mis armas sí. En eso, una señora lloraba diciendo que mientras yo peleaba, ella me había visto resplandecer como el sol. Luego un guardia aseguró que mi acero lo había salvado cuando uno de esos seres estaba punto de arrebatarlo al aire.

Uno de los consejeros me recibió al llegar al palacio. Los guardias cerraron filas formando un muro que contuvo a la multitud afuera de «La Fortaleza de la Luz», el palacio donde residía el Emir. Era una mole inmensa cuya fachada era una alta pared de caliza blanca y mármol de tonos miel que parece cambiar de color con el sol. Un gran iwán, decorado con yeserías que simulaban panales pintados en lapislázuli y oro, se arqueaba para recibirme.


La entrada al palacio era una doble puerta de ébano tan alta como cinco hombres, tachonada con clavos de bronce bruñido que formaba patrones caligráficos y geométricos precisos, que según decían los sabios, narraban las victorias de la dinastía; en medio de cada hoja de madera, un enorme medallón de plata engarzado mostraba el símbolo familiar al-Rashid: un halcón solar con las alas desplegadas.

 

No era sólo la fama lo que me abría las puertas. En cada rincón del palacio se respiraba el hedor del miedo, decían que el emir no dormía desde hacía noches, atormentado por la profecía de los astrólogos colgados en las murallas. Se aferraba a cualquier esperanza como un enfermo a la promesa de un charlatán. No buscaba un guerrero, buscaba un remedio contra lo inevitable y por eso me recibió con tanta prisa. Era también un hecho que el emir Yazid Al-Rashid, podría hacerme rico de una manera repugnante, sin que eso le supusiera perder siquiera un pelo de su cabeza.


Dos leones alados, esculpidos en basalto negro y con ojos de ágata roja, franqueaban las escalinatas hacia el salón del trono, posados sobre pedestales de obsidiana. Al cruzar el umbral, me recibió una amplia antecámara, custodiada por dos guardias humanos de estatura imponente, con barbas tupidas y aceitadas ante otra puerta de ébano y enrevesados altorrelieves tallados en forma de vid. La gente decía que eran eunucos: los Al-Muḥaṣṣanūn «los fortificados» o «los inaccesibles». Vestían thobes, de seda blanca inmaculada y turbantes dorados, y aunque no llevaban armas visibles, su sola presencia imponía silencio.


«Ese era mi momento decisivo, la hora de jugar mis cartas», pensé. A un costado, en unos nichos excavados en la pared, dos escribas trabajaban sin levantar la vista: uno registraba los nombres de quienes entraban, en un pergamino, mientras el otro realizaba la purificación final con un incensario. El aire se llenó entonces con el perfume de sándalo y ámbar, que se pegó a mi ropa como una bendición.


Los guardianes eunucos empujaron la doble puerta con sincronía exacta, sólo lo justo para permitirme pasar; desde el vestíbulo me llegó el fresco perfume a canela y un claro resplandor dorado. En cuanto entré, el maestro de ceremonias, un anciano ataviado con una túnica de brocado azul oscuro con hilos de plata, de gesto sereno y barba blanca recortada, golpeó con suavidad el suelo con su bastón de ébano y pomo de cristal; el murmullo de voces se apagó casi al instante. A partir de ese momento, sólo él estuvo autorizado a hablar.


—Ante la mirada de dios y los hombres puros, se presenta Damasco el tuerto. Guerrero valiente de origen extranjero.


El gran salón se abría ante mí como un pequeño universo cerrado, coronado por una cúpula que representaba el firmamento con fidelidad. Miles de teselas de lapislázuli formaban constelaciones sobre la bóveda y, entre ellas, destacaba el halcón solar, suspendido justo sobre el trono. En el centro colgaba una lámpara de filigrana de plata, con cientos de velas que derramaban su luz como un enjambre de astros.

Cuando llegué hasta el final de la larga alfombra frente al trono, me detuve y, como dictaba la costumbre, me incliné desde la cintura, con la espalda recta y las manos juntas en el pecho, bajando la mirada al suelo. Al alzar la vista, sólo podía mantenerla a la altura de su pecho. Tenía que mantener las apariencias si quería lograr mi cometido. No solo soy un guerrero sino un hombre que sobrevive donde otros se hunden.


—Puedes mirarme, forastero — habló el ser en el trono. Su voz profunda no requirió esfuerzo para reverberar por toda la cámara.


Aquel trono no era una simple silla adornada, era majestuoso, como todo lo demás. El trono dominaba toda la pared de fondo en la misma forma en la que el emir dominaba todo el país; se alzaba sobre una plataforma de ónice negro, a la que se accedía a través de unos escalones pulidos de alabastro. A cada lado de los escalones, dos braseros de oro quemaban sándalo y otra fragancia que no supe identificar.


No había dosel de tela sino un respaldo de oro batido en forma de disco solar, incrustado con ámbar, cornalina y turquesa que solidificaban «rayos» de luz. El disco se curvaba sobre el trono proyectando un aura dorada sobre su ocupante y el respaldo era una celosía de plata, un árbol de la vida cuyo follaje se fundía con el disco solar. «Era magnífico, como toda la riqueza que Yazid podría otorgarme», pensé.


Y en un contraste tan brutal como absurdo, con toda aquella magnificencia, se hallaba el ser que ocupaba el trono. El emir Yazid al-Rashid reposaba entre almohadones bordados en hilo de oro, hinchado como un odre de vino rancio. Su piel brillante de sudor se estiraba al límite, marcando sus venas bajo la piel un poco traslúcida y la grasa le formaba pliegues donde se perdían cadenas y anillos que alguna vez debieron ser símbolo de poder.


Respiraba con un silbido húmedo y cada exhalación olía a mirra agria y carne descompuesta. Era más cerdo enfermo que hombre, una parodia de autoridad coronada por el fasto de los astros.


Incliné la cabeza apenas lo suficiente para no ser insolente. Al parecer el gobernante no siempre había sido aquella mole de pliegues sin apenas barbilla y mofletes colorados. Detrás del trono, un retrato muy bien pintado mostraba lo que alguna vez fue: un joven guerrero de piel aceituna y cabello azulado muy oscuro. A primera vista era difícil reconocerlo, sin embargo, el mentón era el mismo, pero afilado y no redondo; los ojos también, aunque ahora cargaban bolsas de borde enrojecido y una expresión de perro enfermo. Hasta la corona que en el retrato reposaba con gracia sobre su frente, parecía ahora pequeña en aquella cabeza de puerco. Todo aquel lujo sólo mostraba la podredumbre que el emir llevaba por dentro. Esa misma que su cuerpo vomitaba en forma de mórbida obesidad y costras blanquecinas de piel reseca.


Aquel hombre era un altar a sí mismo. Y ya yo había aprendido que todos los altares demandaban sacrificios de sangre.


—¡Así que tú eres Damasco el tuerto! — bajé más la cabeza sin dejar de mirarlo. — ¡Toda la ciudad no habla de otra cosa que no sea el valor con el que enfrentaste a los demonios alados y de que incluso fuiste capaz de herir y matar a muchos de ellos!


El bastón del anciano maestro de ceremonias chocó dos veces contra el suelo, concediéndome la palabra, una vez por el rey y otra por mí.


—Yo soy, majestad.


—Dime, ¿qué es lo que tiene tu acero y qué le falta a los de mis hombres de armas?


—Aquellos seres, excelencia, llevan sus cuerpos cubiertos de tatuajes hechos con hierro y fuego, son símbolos demoníacos de gran poder que los protegen de los ataques convencionales.


—¿Tus ataques no son convencionales? — Un murmullo se elevó entre los presentes, formado por nobles, ricos mercaderes y un coro de sacerdotes, escribas y consejeros de la corona.


—«¡Al-Mustami'! ¡Al-Mustami'! es el que inclina el oído» clamó una voz, y así se le unieron otras que proclamaban milagros de mis manos.


El bastón sonó fuerte muchas veces y la potente voz del anciano regañó a la multitud en su idioma; entonces, retornó la calma anterior.


—Hay una leyenda en mi familia que dice que mi acero fue forjado con los clavos que tomaron la vida del Ungido, las espinas de su corona manchadas con su sangre y las falanges de algunos de sus mártires.


—¿Los virotes de tu ballesta fueron también sacados de ese mismo acero?


—No, majestad —dije — esos estaban marcados con algunos símbolos de poder — otro murmullo creció como un rumor de muchas aguas inundando el recinto, con consecuencias similares.


— Entonces, ¿eres un brujo?


—No, majestad. Sólo he estudiado con algunos sabios. Quería hablar con su merced para informarle que podría tener una idea, para que pueda deshacerse de esas criaturas malignas que acosan la ciudad.


—¡Eso me interesa, Damasco el tuerto! ¡Pero me causa curiosidad! ¿Cómo podrías hacer eso? ¿Planeas acaso marcar cada arma de acero en esta ciudad con tus símbolos mágicos?


—No, majestad. ¡El plan que tengo ni siquiera involucra un combate contra ellas! — Las voces de la multitud volvieron a alzarse, y esta vez fue el mismo emir quien pidió silencio.


—Ningún mago en este país fue capaz de hacer algo como eso, ¿cómo es que tú sí? — el emir apretó el brazo de ébano del trono, clavando sus uñas ansiosas sobre las viejas marcas que ya tenía. — Mis astrólogos ofrecieron innumerables bueyes a los dioses de la montaña después de leer los cielos y juraron que las arpías no volverían. Pero lo hicieron.


Sostuve su mirada y vi temblar el colgajo de carne y grasa de su papada.


—¿Sabes lo que ocurrió con ellos? — Asentí sin parpadear — Les hice arrancar los ojos y los dientes. Terminaron admitiendo que eran solo charlatanes, entonces les hice arrancar la lengua con tenazas al rojo. Tiempo después llegaron otros, que sólo dijeron que las arpías nos acosarían para siempre, como castigo a causa de mi ambición y crueldad sin límites. Así que los desollé vivos.


Su voz flaqueó por un momento, había miedo en ella. Recordé los cuerpos colgando de las murallas: despellejados, roídos por alimañas, los labios sellados a puntadas con hilo de cobre. Había matado a los profetas no tanto por rabia, sino que los silenció por miedo.


—Si es verdad que puedes hacer lo que dices, yo convertiría en oro hasta el fruto de tus entrañas. Volvió a clavar las uñas en la madera del trono. — Pero si me mientes, tuerto…


—Puedo asegurarle, majestad, que fui consciente de las consecuencias desde que pude ver las murallas de Qadis-Al-Vhari a lo lejos, por el camino, igual que todos los que atraviesan sus puertas — Me enderecé de la reverencia. No estaba recuperado del todo y la espalda me había comenzado a doler — A diferencia de los cadáveres que cuelgan de sus murallas, yo ya demostré que mis recursos son efectivos.


—¡Sí! Hay una carreta llena de despojos demoniacos en el Bimaristán — Hizo una pausa — Mientras era sometido al tormento, uno de esos agoreros charlatanes me escupió un diente ensangrentado y me profetizó: «Tu legado será devorado por el viento. Y tú te atiborrarás hasta reventar como el cerdo que eres». ¿Puedes interpretarlo?


—No. Las adivinaciones y profecías no son lo mío — Los ancianos consejeros abrieron los ojos con incredulidad y miedo — Majestad — añadí, y entonces los ancianos se relajaron.


—¡Como si el gran emir, Yazid al-Rashid, el halcón solar encarnado, no pudiera acabar con unos simples perros voladores cuando quisiera!


—¡No me cabe duda de ello majestad! Quizá la gente, en su ignorancia arraigada, piensa que usted debería haber dado a sus hombres la orden de acabar la amenaza — Yazid me miró ceñudo por un momento y su séquito se revolvió con incredulidad.


—¿Duda el pueblo llano de mi fuerza?


—No, alteza. Pero ya usted sabe cómo se comporta la gente ignorante, que trata todos los asuntos con la trivialidad de sus aburridas vidas y espera que sus dirigentes se muevan igual.


—¡Pues no! ¡A mí me gusta dar lugar a la fe! — asentí.


—¡Sabia decisión, excelencia, como todas! ¡Incluyendo esa que promete convertir mis heces en oro a cambio de acabar con la amenaza! No vale la pena desplegar su fuerza y majestad contra esos seres tan viles — el emir entornó los ojos como un mercader examinando joyas.


—¡No hay ni que mencionar que ya tienes mi atención, brujo tuerto! Entonces dime, ¿qué es lo que sugieres? — dijo el monarca.


Me tomé mi tiempo para responder, como si sopesara las ideas, pero yo ya tenía claro mi plan desde hacía varios días. Dejé que el silencio se posara sobre todos los presentes como un sudario empapado.


—No soy un brujo, majestad, pero algo he aprendido en mis correrías. Concédame tres días, una ermita donde nadie, ni guardias, ni siervos, comida o bebida me perturben. Déjenme organizar con claridad un plan que funcione.


— Creí que ya lo tenías.


—Estos seres son un enemigo que no se abate con simples flechas, sino con algo más viejo que el hierro y el fuego.


—Muy bien — dijo con aburrimiento — Concedido. Tres días, Damasco el tuerto. — Me dijo, y restó importancia a todo con una sacudida de la mano. Luego ordenó a sus consejeros que me dieran lo que había pedido y me despachó dándole prisa a la gestión. Cuando Yazid se recostó en su trono, una risa gutural le sacudió la papada.


Al salir, fingí desatar mi capa de la puerta de ébano y agudicé el oído.


—Tres días para holgazanear y un rincón fresco para comer y dormir. Es un buen negocio para un mercenario cansado de viajar — dijo el emir — Es un hombre viejo. ¿De verdad se creen las patrañas de que mató él solo a medio centenar de demonios?


—Hay muchos testigos de la hazaña, majestad. Súbditos suyos que fueron salvados por su valentía — dijo alguien, quizá un consejero.


—Ese tipo tiene cara de rapaz. Conozco a un buscavidas cuando lo veo. Sólo quiere oro. No le interesa nada más…— dijo el emir — Dudo incluso de que pueda alzar su espada.


«Maldito cerdo repugnante», pensé. Sentí la ira hervir en mi interior y me dispuse a volver adentro, pero los guardias eunucos me cerraron el paso, así que los maté y regresé al trono con la espada desnuda, todavía chorreando un caminillo de sangre hacia el trono.


Caminé hasta el monarca con decisión y lo vi palidecer, atragantándose con su propia saliva cuando se revolvió en el trono y gorgoteó llamando a sus guardias. Un bosquecillo de lanzas apareció proveniente de todos lados con un rumor de tacones. Me incliné hacia adelante y apoyé mi puño en el suelo, todavía sin envainar, dejando la espada ensangrentada a la vista de todos, en especial de Yazid. En ese momento me vi rodeado por un anillo de lanzas que me apuntaban.


—Todavía no he recibido mi paga por la sangre que derramé salvando a tu gente. No tenía obligación alguna de hacerlo, pero lo hice. Porque estaba en mi poder hacerlo. Así mismo, maté a tus guardias eunucos por razones similares.


—¿Se te ha antojado un lugar con los astrólogos en el muro? — dijo el emir con furia contenida y clavó las uñas en el brazo del trono con tanta fuerza que se escucharon romperse con un chasquido. Todos vieron la sangre manando en sus dedos.


—Todavía no he actuado como un mercenario. Este apenas es el comienzo. Créeme, Yazid, no me importaría hacerme matar aquí, peleando contra tus hombres. Y da igual lo que hagas, no te desharás de las arpías y, tal como te vaticinaron, morirás por haber mordido más de lo que puedes tragar. Salta a la vista que no te queda mucho tiempo.


El emir respiraba con dificultad visible, rojo como si lo hubiera abofeteado. En el salón del trono el silencio era tan denso que un cuchillo lo habría podido cortar. El regente me miraba buscando miedo en mi único ojo, sin hallarlo. Yo sé lo que vio, el acero templado de una voluntad más fuerte que la suya y un valor más sólido que su trono. Hizo replegarse a sus lanceros con un gesto de su mano; pero no se retiraron, sino que se plantaron como una barrera entre él y yo.


—Delante de tu dios, de tu trono y de tus hombres puros, te propongo un trato. Ya no serán tres días, sino un mes. Esta vez quiero un suministro ininterrumpido de manjares dignos de ti, los más dulces vinos de tu país y las más exquisitas mujeres. Sin interrupciones. A cambio, yo te daré un cielo libre de bestias aladas. Incluso es posible que hasta rompa la maldición que te fue impuesta y que te convirtió en el cerdo que hoy eres; siempre y cuando te cuides de no reventar antes de tiempo — «Hijo de puta» pensé.


La papada de Yazid vibraba como una cuerda de laúd y una oscura mancha de sudor manchaba su pecho y sus axilas.


—O puedo irme ahora mismo de este país. Puedes matarme también, colgarme luego de las murallas como adorno para tus visitantes y alimento para tus cuervos, pero daría igual. Eso no te libraría de tu destino: tu hambre de cerdo no se detendría hasta que revientes como una pompa de jabón. ¡Si quieres mi ayuda, paga por adelantado!


Mi precio es un baúl lleno de oro, que debes enviar a Monastère de la Pierre qui Sang, a nombre de Taddeus Crohnolm. Yo me comunicaré con él para avisarle del oro y él se comunicará conmigo confirmando que lo recibió. Entonces podemos hacer un trato.

Una ráfaga de viento sopló dentro del inmenso salón pese a que no había puertas o ventanas abiertas en él. Nadie en la sala se inmutó, pero yo reconocí aquel silbido de víbora. Era el mismo que había mecido a los cadáveres colgados del muro, el que me había acompañado entre criptas y gules en el desierto, susurrando secretos oscuros, trazando caligrafías serpentinas en la arena. El Djinn de Viento reía en secreto y me recordaba que mis batallas nunca eran contra reyes o arpías, sino contra algo mucho más grande que ya había decidido mi papel en la tragedia.


El emir sonrió mostrando dientes manchados de dátiles y especias, ya relajado.


—Sea como pides, mercenario — dijo por fin, sacándome de mis pensamientos — Tendrás lo que has solicitado, enviaré el oro a donde dijiste, y si tienes éxito te dejaré conservar la vida ignorando tus afrentas. Pero si me mientes o si fallas, correrás con el mismo destino que mis adivinos.


—Conmigo ya tienes hecha una parte del trabajo — repliqué, erguido y sereno, tocando el parche en mi ojo — Tengo un ojo menos que arrancar, y me tienes a mí mismo como prenda de garantía; como ya dije, luego puedes también dar mis entrañas a los buitres.


Yazid hizo una seña y algunos de sus siervos se fueron conmigo para darme lo que había pedido. Llegué a la ermita y me oculté. En un rincón apartado, me refugié y preparé mi mensaje. Tallé un pequeño cuervo en un pedazo de madera de ébano. Derretí una cera especial que siempre llevaba conmigo, que era sangre de criminales solidificada con alquimia. Dejé caer gotas sobre la escultura hasta empaparla y concederle alas de mentira; luego usé mi propia sangre, fresca de un corte.


Desperté al espectro con un antiguo encantamiento y le entregué el mensaje destinado a Taddeus: hablaba del oro y contenía mi ubicación para la confirmación, todo cifrado en un código que ambos conocíamos desde nuestra juventud y escrito sobre piel de murciélago. La criatura — un susurro de sombra apenas perceptible — se disolvió lentamente en la oscuridad, llevándose mis palabras hacia su destino. Era veloz y, hasta donde sabía, infalible; sin embargo, cada vez que lo invocaba, sentía cómo se llevaba consigo algo de mi calor, como si un fragmento de mi vida se apagara con él, porque nada en la vida es gratis, ni siquiera la brujería. El mensaje de confirmación tardaría varios días en llegar, porque Taddeus no usaría magia, sino un halcón común y corriente.


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Por treinta noches quemé incienso y me encerré con mis demonios. Comí y bebí como un rey. Cogí como animal hasta que la verga entera me ardió como si estuviera despellejada. Muchas noches tuve sueños siniestros que no lograba recordar; pero en la última noche, en la que hubo luna llena, soñé que las arenas me hablaban en un idioma sibilante y serpientes negras como leña quemada me susurraban secretos enloquecedores. Había recibido el mensaje de Taddeus al menos ocho días atrás. «Confirmado», fue todo lo que puso.


Al amanecer, tras la última noche, tenía la respuesta.


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La ermita estuvo bien vigilada en todo momento. El emir no podía arriesgarse a que me escapara sin cumplir con mi parte, no después de haber pagado tanto oro. Lo primero que hice fue despedir a las concubinas, pertrecharme y comer. Luego me encaminé al palacio, siguiendo con los procesos usuales hasta que estuve frente a Yazid.


—Y bien, mercenario, ¿cómo te has sentido disfrutando de placeres mundanos mientras miles de hombres buenos morían a manos de las bestias aladas?


—Tú dímelo. ¿Qué se siente? Yo sólo lo hice durante un mes, pero tú llevas toda una vida en eso — su papada vibró y los ojos le centellearon. — Es menester que tus siervos consigan algunas cosas para aniquilar a tus perros voladores. Entre otras cosas, necesito un lugar apartado, que sirva para preparar alquimia. Un grupo de unos cincuenta a setenta criminales condenados, ya sabes… asesinos y violadores que te sobren. Por último, montañas de Kheresh’zar, la flor roja que sangra como un corazón recién arrancado.


Los sabios palidecieron al oír el nombre. Era sabido por todos que esa planta era usada en las más abyectas brujerías. El mismo emir se revolvió incómodo en el trono, pero sus ojos brillaron con suspicacia.


—¿Es todo? ¿Cuánto tiempo más te tomará


—Ya lo verás...


Los criminales fueron llevados y obligados a recolectar la flor, llenando cántaros enteros de ella. Luego la procesaron siguiendo mis indicaciones.


—«No aspiren su aroma. No prueben su sabor y no se toquen la cara o los ojos después de haberla tocado. Antes y después de manipularla, deben lavarse los ojos con leche de camella muerta y cubrirse nariz y boca con paños empañados en salmuera. Quémenla en los braseros y una vez tostada, tritúrenla en los morteros hasta hacerla polvo» les dije.


El lugar estaba invadido por una nubecilla roja y tenue que parecía hecha de brasas pulverizadas. Les repetía a los criminales encadenados las instrucciones en todo momento, día y noche. Ellos trabajaban en silencio, encadenados unos con otros, con los paños mojados cubriéndoles media cara. Lo sabían bien, no aspirar, no tocarse la cara o los ojos, no hablar más de lo necesario, lavarse y cubrirse siempre. El resto lo hacía el saber popular y el temor que infundía la temible planta.


—Si alguno de ustedes, bastardos condenados, tose o escupe sangre por la boca o la nariz, díganmelo de inmediato. Y yo le daré el antídoto antes de que sea tarde — les advertí apenas empezaron a trabajar.


Una ráfaga de viento sutil siseó en el lugar. Sentí la caricia etérea del aire como cabello rozando mi piel, pero el sitio estaba cerrado. Aquellos hombres trabajaban como uno sólo, con fanatismo repetían mis órdenes en su idioma, como si fuesen cánticos o plegarias. Entonces, el silencio se rompió. Un joven de piel oscura y ojos asustados levantó la mano.

Su compañero corrió como pudo hasta mí, con pasos cortos y arrastrados, por los grilletes.


—Está… — dijo con voz temblorosa —… Está escupiendo sangre —Señalando hasta donde estaba el otro tipo.


«Malditos simios repugnantes, lo primero que les dije», pensé. Cuando vi al esclavo abrir la boca hasta desencajarla, comprendí que aquello no era un accidente y menos una casualidad. Era como si la fuerza de una desgracia imparable me hubiera escogido para arrastrarme; podía pelear, maldecirla o resistirme, pero jamás escaparía a mi destino.


Cuando me giré, el esclavo ya estaba de rodillas, con las manos, el pecho y la boca, que crujía descoyuntada, cubiertos con una melaza roja como sangre brillante. Corrí hasta él, pero antes de que llegara, la humanidad le abandonó, los ojos se le voltearon en blanco y se lanzó hacia mí de un salto, con furia animal. Mordía el aire, chocando los dientes como un perro rabioso, tratando de arrancarme la cara de un mordisco. Un hedor a sangre y polvo seco se me incrustó en la nariz como un hierro candente, pero mis amuletos y los sortilegios que me había fabricado con anterioridad me protegieron del influjo de la sangrienta flor y de su locura.


Lo sujeté del cuello con la fuerza de mi brazo izquierdo, forzando su garganta hacia abajo como si intentara aplastar a una fiera desbocada. Se revolvía con una furia inhumana, arañando y gruñendo, más bestia que hombre. Su saliva me cayó caliente en la mejilla, espesa como flema. No dudé. Hundí mi daga en su garganta una, dos, tres veces. La hoja entraba con poca resistencia, desgarrando carne y venas como si fuesen pergamino, hasta que un chorro espeso y caliente me cubrió la mano. Lo dejé caer al suelo, convulsionando un instante, escupiendo gorgoteos rojos antes de quedar tieso. Alcé el arma todavía goteando y rugí hacia los demás:


—¿Lo han visto, malditos asnos? ¿No les dije qué hacer y qué no? —

mi voz rebotó contra los muros — Hagan lo que les digo, exactamente como se los digo.


—Señor, usted dijo que tenía un antídoto — recriminó el muchacho que me había avisado.


—Este es el antídoto — repliqué mostrándole el cuchillo bañado en sangre — y si alguno de ustedes, gusanos de mierda, tose sangre, se le corta el gaznate al instante, así de simple. No duden, porque será su fin... y el de todos. Y porque así lo ordeno.


Nadie respondió. El silencio se llenó del chisporroteo de los braseros que ardían en la penumbra y el cadáver aún se agitaba con espasmos, sacudiéndose como si un demonio invisible halara de sus entrañas como cuerdas de marioneta. Nadie más volvió a toser sangre.


III. El Djinn


Tiempo después, se hicieron los preparativos en lo alto de la muralla sur. Los cántaros con el polvo rojo fueron dispuestos en fila en las almenas, sellados con tapas de barro ennegrecido y resina. Pesaban como si cada uno contuviera un peso muerto. Yo aguardaba con Bâd-e Nivâd, la caracola mágica, lista para el ritual. Se respiraba la tensión en el aire y los soldados pertrechados aferraban las astas de sus armas con ansiedad. Hasta el emir fue subido hasta allá en palanquín para, según él, «presenciar el portento».


Tomé la caracola en mis manos y soplé, justo cuando uno de los vigías avisó que ya las arpías se acercaban volando desde las montañas. Al mirar hacia lo lejos, pude verlas: una nube negra llena de demonios alados, feroces como escorpiones, ávidos de carnicería. Al escuchar el aullido que salía de la caracola, sentí que el aire entero me abandonara de golpe, como si algo invisible intentara vaciar mi cuerpo de entrañas. El eco del sonido se expandió con una fuerza casi física, estremeció el cielo e hizo temblar los viejos muros de piedra sacudiéndoles el polvo antiguo. No importa cuántas veces lo hayas vivido: jamás te acostumbras a soplar esa maldita concha.


No sé cuál era el origen de Bâd-e Nivâd. Rumores decían que era el fragmento de un dios caído que surgió y desapareció antes de que los mares tuviesen nombres. Otros afirmaban que se trataba de un hueso tallado del Leviatán y que había muchas de ellas con poderes similares, perdidas en el mundo. Los grandes ancianos del desierto contaban en voz baja que los primeros hombres usaban artefactos así para hablarle a los vientos, cuando las tribus aun adoraban dioses araña y espíritus negros que se arrastraban entre las dunas. La mía la recibí de un sabio muerto cuando aún era un joven estudiante de Los Secretos.

Era muy bella, tenía algunos hoyitos redondos a lo largo de su superficie, y estaba marcada con un sinnúmero de símbolos arcanos, en bajorrelieve que se activan con la sangre del portador, cada uno capaz de conceder algo distinto a su usuario. Yo solo conozco las utilidades que me enseño su antiguo portador y nunca he usado más de tres o cuatro en situaciones extremas. Nunca me interesé por comprobar más de lo que ya sabía. Aprendí algunas melodías que causaban algunas cosas. Pero sé que existen otras muchas que desencadenan efectos distintos. Yo sólo sabía que, en ese momento, la melodía resonaría entre mis manos, un código de notas, pausas y alaridos que recorrerían el desierto entero, haciendo un llamado.


Y el viento me respondió. Entonces el desierto se alzó entero, alto como una montaña, extendiéndose como un manto vivo, como si una bestia dormida despertara bajo la tierra. Arena y polvo se elevaron en ondulaciones hasta formar la silueta de un coloso serpentino del color de las cenizas. No tenía voz, pero su cuerpo entero murmuraba: un siseo inmenso por el roce de sus escamas —grandes como lanzas— chocando entre sí. El ser entero resonaba como un millar de espadas al desenvainarse o como el rugir lejano de una tormenta de arena que nunca termina. Su cabeza ancha, en forma de cuña, hacía empequeñecer las inmensas torres de la ciudad, coronada por cuernos de piedra y ojos que ardían como brasas enterradas.


—Hijo del hierro... ¿para qué me despiertas? — Siseó frotando sus escamas de arena.


—Shazra El Negro — Le respondí con el idioma de la caracola, lleno de pitidos secos y prolongados, mientras que el emir, a mi lado, sudaba frío, a todas luces sin entender un idioma u otro, frotándose los ojos y de seguro creyendo que había perdido el juicio. — Quiero que tomes el polvo rojo en los cántaros y los metas en los pulmones de las arpías que se acercan volando a la ciudad en este momento.


—¿Qué ofreces a cambio, hijo del hierro? — preguntó.


Las arpías ya estaban a un tiro de flecha de nosotros, tan cerca que sus aullidos enloquecidos se escuchaban con claridad desde la muralla. La gente ya rezaba, algunos vaciando sus vejigas de miedo. Yazid ya se estaba encerrando en su palanquín de guerra, una cabina de madera fortificada con placas de acero. Yo seguí tocando, sin apuro, hasta que el último silbido quedó suspendido en el aire.


—Sus alientos serán tuyos, ¡oh gran Shazra! — la gran serpiente agitó su lengua negra y espectral, complacida con el sacrificio.


—¡Sea! — contestó, antes de desvanecerse en viento, dejando caer al suelo el polvo y la ceniza que le habían dado forma momentos antes.

Entonces grité:

—¡Ahora, destapen los cántaros!


El polvo rojo brotó de los cántaros en nubes densas que serpentearon hacia el cielo como columnas de humo color sangre. Se mezcló con la forma serpentina del djinn en el viento y envolvió su figura etérea en remolinos incandescentes, como si las líneas de polvo fuesen la sangre ardiente que corría por sus venas invisibles, mientras que, a cada movimiento del coloso, el aire se teñía de rojo. La nube se extendió hacia el horizonte, avanzando con el sigilo de las víboras hasta alcanzar a los demonios que volaban a pocas leguas de las murallas y los enredó en un torbellino de fuego y polvo que los quemaba por dentro.

Las mortales criaturas aladas chillaron en agonía como puercos en matadero. Así fue como la sed de sangre humana que traían a la ciudad fue saciada con la savia de sus propias hermanas cuando la locura de la flor sangrienta se apoderó de ellas. Se atacaban como leones hambrientos, sus garras, picos y fauces arrancaban la carne de sus propias vecinas. En pleno vuelo caían entre cuchilladas, mordiendo, picoteando y arañándose hasta hacerse jirones, desangrándose y destripándose en pleno aire, mientras la ciudad se bañaba bajo una pestilente lluvia de sangre y plumas negras.

Al ver al djinn, Yazid al-Rashid, que había salido del palanquín, se quedó de pie con un brillo febril en la mirada. Sus ojos, inyectados de luz y delirio, no se molestaban en ocultar la fascinación que lo poseía. Murmuraba plegarias entre dientes, pero ya no eran para ningún dios, sino para sí mismo.


—El aliento del cielo obedece a mi voz… —balbuceó, como si probara el sabor de esa idea.


Soñaba despierto, viendo en aquel coloso de viento el instrumento de su eternidad. Con una sola orden, podría barrer los desiertos y hacer del aire su armada invisible. Imaginó ciudades borradas del mapa, caravanas tragadas por la arena, enemigos sofocados bajo tormentas que llevarían su nombre. Se vio a sí mismo ascendiendo por los cielos sobre la espalda del djinn, coronado por la tempestad, amado y temido como un dios del viento.

Su respiración se volvió jadeante. Alzaba las manos temblorosas hacia la criatura, queriendo tocarla, queriendo poseerla, mientras el resplandor del polvo rojo le daba el aspecto de un ídolo de sangre recién ungido. Vi la codicia arder en sus pupilas y su ambición no era un secreto. Quería la caracola. Soñaba con invocar él mismo al djinn, doblegar imperios con un soplido.


Pero ya yo intuía que aquello no iba a terminar bien, puesto que, es el objeto quien concede el don, no al revés.  Los ojos de Yazid brillaban como los de un niño que juega a arrancar alas a las mariposas.


Antes de que la forma de la serpiente se desvaneciera del todo, decidí que lo tendría todo listo para sólo desaparecer y marcharme, sin embargo, contrario a lo que había imaginado, ya era tarde, sus lanceros habían subido por las escaleras a las almenas por ambos lados del muro, cerrando mis posibles retiradas. Y Yazid ya se ocultaba tras un muro de sus lanzas que me rodeaban apuntándome, otra vez. Mala señal.


—Estoy sorprendido en verdad, Damasco. En verdad no creí que alguien pudiera retirar de esa forma, la maldición que me habían lanzado — no respondí; desde ese mismo momento comencé a evaluar mis opciones y a elaborar un plan que me sacara de esa situación — Si mueves un dedo hacia tu espada o para llevar la caracola a tus labios, mis lanzas te dejarán como alfiletero.


—Traicionas un pacto hecho delante de dios y de tus hombres. Trae los grilletes, pues — le dije, ofreciendo mis manos.


—¿Así? ¿Sin más? ¡Qué decepción! Si no recuerdo mal, antes dijiste que estabas dispuesto a dejarte matar. ¿Qué pasó? — sonrió relamiéndose los labios — ¡no soy estúpido, mercenario! Ningún hombre que busque la muerte se procura una riqueza tan grande, como tú lo hiciste. Además, ¡yo soy dios aquí!


—Está bueno. Me atrapaste. Has ganado, ¿qué sigue ahora? — pregunté tras ser encadenado con las manos a la espalda y desarmado por dos de sus guardias.


—Me entregas esa caracola mágica — Sonrió con malicia — y me enseñas cómo usarla —En eso uno de los guardias apoyó el filo de un cuchillo contra mi manzana de Adán— O te abro la garganta aquí mismo y te desangro como a una cabra.


—Bueno — carraspeé, tragando saliva con cuidado; mientras uno de sus guardias se la entregaba — debes saber que es un objeto muy antiguo…— comencé a decir, cuando un puño enguantado me interrumpió, rompiéndome la boca y llenándome la lengua de sangre.


Lo que siguió fue una lluvia de trompadas, patadas y puntapiés, sobre los que nada pude hacer para mitigarlos, porque mis manos estaban atadas detrás de mí. Tres veces me desmayé y tres veces me reanimaron para reanudarme la golpiza, hasta que la hinchazón en mi ojo bueno casi me hace pasar de tuerto a ciego, la nariz rota me chillaba al respirar y en la boca guardaba un buche de sangre.

—¡Gracias, mis fieles Al-Muḥaṣṣanūn! Estos hombres guerreros de aquí pertenecen a la misma hermandad de los dos guerreros que mataste por berrinche en el palacio — señaló Yazid — ¿Recuerdas? Tanto atrevimiento… ¿dónde está ahora?


No respondí. Solo me quedé ahí, tirado en el suelo, boqueando como un pez fuera del agua. En mi estado actual todo mi cuerpo era un hueso roto al que la sola vida le dolía. Me levantaron poniéndome de pie.

— Perdona la interrupción. ¿Qué me estabas diciendo? — me dijo con sorna.

—Decía que… es un objeto muy antiguo, y que son pocos los secretos que han sobrevivido hasta hoy. Funciona a base de melodías, yo solo conozco dos, la inicial, para abrir el pacto con el Djinn de Viento, y otra para pedirle un deseo relacionado con su elemento.


—¿Seguro que solo conoces esas dos? ¿O tal vez una charla con algunos instrumentos de hierro sobre brasero aumenten la cifra?


—Sería insensato de mi parte mentir, dada mi condición actual.


—Tu osadía e insolencia en el salón del trono hablan por sí solos sobre tu insensatez.


—Podemos seguir en esto indefinidamente… O podrías comenzar a aprender la melodía inicial para establecer el pacto con el espíritu del desierto hoy mismo.


—Me parece razonable por el momento. Y ya lo sabes, si algo extraño ocurre mis hombres tienen orden de incapacitarte y torturarte.


—Ya. ¡Me queda claro, Yazid! Voy a silbar la melodía para que la escuches y memorices. Ve repitiéndola después de mí.


Y así la pasamos toda la tarde. Primero con él repitiendo la melodía hasta que la dominó con el silbido. Luego memorizando el patrón con que debía ir tapando los hoyos de la caracola y cómo debía soplar para que sonara correctamente. Ya al caer la tarde, hizo subir una mesa con abundante comida, que devoró con fruición. En ese momento, un joven sirviente nervioso tropezó al servirle vino. Al-Rashid lo miró con lentitud y luego le clavó un cuchillo en la mano, fijándola sobre la mesa.


—Mi padre decía que las manos torpes delatan mentiras que aguardan a ser contadas — susurró entrecerrando los ojos, mientras el joven mordía su propio brazo para no gritar en presencia de su señor — ¡Damasco, no me estarás engañando, verdad?


—No estoy en posición. No hay mentira que me saque de este embrollo.


—¿Crees que no sabía lo que planeabas, maldito tuerto? — Al-Rashid señaló la caracola con un dedo manchado de miel especiada — Querías marcharte, a malgastar tu oro, en lugar de ayudarme a ser más grande.


—No sé cómo podría yo hacer eso. Tu reino es el más grande de todo el valle de Wâdî an-Nujûm.


—Je, je, je. He buscado el poder que ostentas desde hace mucho, mucho tiempo. Hace seis plenilunios, le hice mucho daño a un mercader del Este por venderme una caracola de los vientos falsa. Tenía mucha prisa por cerrar el negocio y marcharse, pero yo lo retuve. Cuando comprobé su engaño, lo hice chillar como un cerdo antes de morir... Pero la que tú usaste sí es auténtica. Con ella, voy a expandir mi reino hasta convertirlo en un imperio.


—Recuerda que todo estará regido por un pacto. El djinn acude al llamado para hacer lo que pides, pero siempre será a cambio de un precio. Entre mayor sea lo que pides, así será también el pago que debas entregar —Yazid entornó los ojos, sospechando y calculando.


—¿Qué le diste en pago por acabar con las arpías? — preguntó con la boca llena, con la grasosa salsa chorreando por su barbilla.


—Hay diversos pagos según el pacto y lo que pidas. Hay quienes ofrecen su propia alma; otros lo hacen más complejo aun, por ejemplo, en algunos casos el suplicante debe escribir su nombre verdadero, ese que solo su madre conoce, con su propia sangre en una piel de serpiente y ofrendarlo al espíritu — hice una pausa para tomar aliento — Desde ese momento, ambos quedan atados, teniendo poder el uno sobre el otro, de manera mutua. Eso fue lo que Shazra El Negro pidió y eso fue lo que le di.


—¡Interesante! Creo que lo pensé mejor, ya no soplaré yo mismo la caracola, sino que hare que uno de mis sabios lo haga por mí.


—Entonces será él quien ostente el poder del desierto y no tú.


—Tiene sentido. Bueno repasemos esto una vez más y hagamos el ritual. ¡Quiero invocar a mi propio djinn yo mismo y someterlo!


Practicamos otras varias veces más la secuencia de silbidos y los patrones de los hoyos de la caracola, primero yo y luego él, hasta que Yazid se sintió seguro.


—Recuerda, siempre sentirás que el aire se te escapa de golpe y como si te ahogaras bajo el agua, pero es normal, se le llama «la ofrenda de aliento» — expliqué.


Entonces, el emir Yazid-Al-Rashid sopló la caracola replicando la melodía a la perfección. La serie de silbidos y ululatos recorrió el desierto de ida y vuelta, al tiempo que la arena que sostenía los muros se revolvió inquieta, mientras toda brisa cesó de golpe, dejándonos en un vacío silencioso y extraño que presionaba las entrañas y el cráneo. La enorme forma de la serpiente de polvo, cenizas y viento se alzó fuera de la muralla, encarándose con su invocador, siseando por el roce de sus escamas de arena. El cerdo emir sonreía, con una dicha tan grande que no le cabía en su voluminoso cuerpo, hasta que la sonrisa se le quebró en el rostro. Porque el Djinn siseó algo. Y esta vez el emir, siendo el invocador, logró entenderlo. Lo vi temblar con los ojos desorbitados y una mancha de orina oscureciendo sus ropajes.


—¡Guardias! — Alcanzó a gritar con la voz trémula y un chillido involuntario saliendo del grito, me señalaba con un dedo regordete como gusano.


Los Al-Muḥaṣṣanūn temblaban de esfuerzo, intentando moverse, pero estaban aprisionados por los anillos de viento de Shazra El Negro y sus vástagos. Yo sonreí y le saqué la lengua al emir, para mostrarle que en la punta tenía grabado un símbolo, uno de los mismos que tallaban las espirales de la caracola.


Yazid lo vio y lo reconoció al instante. El símbolo en mi lengua se había llenado de sangre con la golpiza y mis silbidos se convirtieron en algo místico, con lo que pude hablar con Shazra ofreciéndole muchas almas en sacrificio ese día a cambio de su ayuda y la de sus hijos. Luego me aseguré de enseñarle la fórmula de invocación correcta al emir.


—Yazid, Yazid… Eres un tonto. Cuando te dije que no había mentira que me sacara de este embrollo, ya te estaba mintiendo. Antes de intentar una tontería como esa que acabas de hacer, se debe tener un pacto con la entidad que se invoca — le dije — porque intentar invocar sin un pacto previo — toqué la marca de mi pacto en la punta de la lengua con el dedo — resulta en la perdición del invocador, como estás a punto de comprobar.


—¡Te maldigo, Damasco!


—Sí, lo que tú digas «gran» emir — le dije, haciendo una genuflexión chapucera, luego recogí mis pertrechos — Ahora, si me excusas, volveré a Occidente a malgastar en vino y rameras el oro que me diste, pero antes, voy a quedarme a ver cómo te atiborras hasta reventar… Como el cerdo que eres.


La serpiente abrió sus fauces de arena y fue reduciendo su tamaño hasta entrarle completamente por la boca. Así Yazid Al-Rashid se infló, y sus ojos saltaron de las órbitas conforme se inflamaba cada vez más como una burbuja de carne. Aquello era como si hubiera intentado beberse completa una tormenta de arena y eso fue lo último que Yazid entendió, mientras sus pulmones reventaban como vejigas infladas por el viento arenoso. Lo vi hincharse, romperse desde dentro hasta estallar en una lluvia de carne, huesos, vísceras y una nube de sangre que se pegaban al rostro de sus cortesanos y soldados, pastoso como estiércol ardiente. Aquel poder que tanto ambicionó siempre había estado fuera de su alcance.


Los Al-Muḥaṣṣanūn a su alrededor comenzaron todos a asfixiarse. Sus rostros se tornaron purpúreos como moras salvajes, asfixiándose lentamente; luego cayeron desesperados al suelo, arañándose la garganta y la cara, mientras los remolinos de viento y arena a su alrededor los desollaban vivos. El Djinn les había robado el aliento, dejando la muralla y esa parte de la ciudad sumidas en un caos de gritos y cuerpos convulsos.


Los guardias que sobrevivieron huyeron, temiéndome más que a la gran serpiente de viento, arena y ceniza; de ahí corrieron por toda la ciudad llamándome brujo, difundiendo los hechos en torno a la muerte del emir como evangelistas. Envainé mi espada y acomodé mis pertrechos, también tomé la caracola todavía ensangrentada y la guardé.


—Esa fue tu ofrenda de alientos, Shazra, tal como lo acordamos — le dije al Djinn. Luego me senté a descansar, porque sin exagerar, estaba apaleado.


Al amanecer me marché, tras haberme abastecido para el camino. En el mismo camello en el que había llegado, rumbo al puerto más cercano que me llevara de regreso a Occidente. Qadis-Al-Vhari es ahora una ciudad sin trono que me recordará como brujo, demonio o salvador, dependiendo a quién le pregunten qué fue lo que ocurrió, pero eso siempre me ha traído sin cuidado.


Lo único importante era que, en Occidente, Taddeus Cronholm me aguardaba con una cantidad inimaginable de oro para malgastar en meretrices, vino y pendencias. Aunque pensándolo bien, las pendencias siempre tropezaban conmigo gratuitamente. Y cuando el viento volvió a soplar, ya no supe si era Shazra riendo de nuevo o mi maldito destino llamándome por mi nombre.



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