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Microrrelatos - Adela de Castro




La Casa Quemada


Estaban tiznadas sus manos cuando regresó a la casa. Matilde le preguntó si Eustorgio, el señor de mirada fuerte, había logrado ver al pequeño de brazos. Él se desplomó llevando sus manos a la cara, diciendo que las cenizas jamás harían daño a nadie.


Una multitud vociferante continuaba creciendo, poco a poco, junto a la casa quemada.





La Sorpresa


La luz se filtraba por las cortinas. Los pájaros revoloteaban pegados a la ventana. Extendió la mano por la cama buscando algo. Encontró un vacío. Abrió los ojos y miró su mano. Se dio cuenta que no existía.





El Espejo


“Alguien que haya sido infiel

A la traición de morir, merece ser inmortal”.

Jorge Luis Borges


El hombre vestido de negro caminaba por la acera en busca de un bar abrigado. Siguió caminando, dobló la esquina y se detuvo enfrente de un aviso que decía: “Licores nacionales y extranjeros”.


Entró. La atmósfera estaba bastante cargada y pesada. Luego se dirigió a la barra y pidió un trago. Le sirvieron. Al levantar el vaso para tomarse su ron reparó en el espejo, a lo largo de la barra. Ninguna de las personas que estaban apoyadas en la barra se reflejaba en el espejo.





La Respuesta Infinita


A G.F.


Quiero vivir y morir contigo – le dijo.


Esperó una respuesta que nunca llegó. Le estaba hablando a su imagen.





La Decisión


Tenía el tiempo contado para decidir qué iba a ser de él. Primero pensó correr y gritar a los cuatro vientos su fortuna. Cambió de parecer. Mejor sería vegetar apaciblemente. Cambió de parecer. Comenzaría a explicar lo inexplicable. Cambió de parecer. Por último, cuando iba a decidir entre soñar o vivir, se le acabó el tiempo.





Compañía


Se le había hecho costumbre llegar y sentarse a escuchar el sonido de la calle, hasta que llegaba su Tristeza a hacerle compañía. La acogía como a una tierna compañera y esperaba que algún día su tristeza muriera en él. Luego seguía el Recuerdo, cubierto con una abrigada piel, y la arropaba y le daba calor con sus memorias hasta que ella esperaba recordar su vida. Era entonces cuando aparecía la Soledad cargando su interminable caparazón de compañía y las dos departían olvidándose de los otros, hasta que la música las volvía a la realidad y cogidas de la mano se arrullaban mutuamente, esperando que las vinieran a separar. Tarde, muy tarde en la noche, la abandonaba, y ella dormía.


Un día ella se sentó y esperó, pero no llegó nadie, ni siquiera una Dicha equivocada de puerta, y fue entonces cuando comprendió que había sido abandonada por todos, y por fin pudo llorar.





La Sombra


Tuve un sueño en el cual una sombra me acosaba. Desperté. Yo era la sombra.




Publicados en Revista Huellas No.20, pp.36-37, agosto-1.987

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