El malquerido
- Adela de Castro

- 7 dic
- 20 Min. de lectura
Actualizado: 18 dic

Este cuento puede ser ambientado con la lista de reproducción llamada “El Malquerido” en Spotify:
De noche, en carnavales, la Ciudad del Puerto era como un bello farolito tropical completamente encendido, al que había que agregar el mejor sitio de la urbe para celebrar por esas fechas. Se trataba del Jardín Cóndor, el único salón de entretenimiento completo que la cervecería del mismo nombre había construido en 1.936 en la antigua finca La Floresta, propiedad de un prestigioso empresario, al comienzo del barrio El Prado.
El Jardín Cóndor fue construido a semejanza del Tropical de La Habana, con restaurantes, dos bares, pista de baile, una amplia terraza tropical, un gran parqueadero y monumentales jardines, apropiados para la noche caribeña, un enorme proyecto sesentero con reminiscencias de los mejores casinos de La Habana cincuentera. Allí se habían presentado figuras de talla internacional como la Orquesta Casino La Playa, la Orquesta Aragón, Pedro Vargas, Noro Morales, el trío Matamoros, Pacho Galán y la orquesta de Lucho Bermúdez. El sitio bullía de vida, risas y entusiasmo, era el punto de reunión de mucha gente en la ciudad para celebrar el reinado de Martha Ligia Restrepo al ritmo de Pedro Laza y sus Pelayeros y, como no era un club, podía asistir quien pudiera costear sus precios.

Al bajar del Studebaker, azotó la puerta del conductor con la ira que bullía en sus entrañas. Arrojó despectivamente las llaves al acomodador de automóviles, en la parte norte, repleto a tope a esa hora, cerca de las diez de la noche del domingo de carnaval. Su cerebro hervía de excitación; las noticias comprobadas sobre las infidelidades de su esposa lo estaban llevando al borde de la locura. Cómo era posible que esto sucediera, si ella no tenía ningún motivo para hacerle esa jugarreta, se repetía como mantra mientras entraba en el salón principal. En una entrevista posterior, el acomodador de autos le explicó a la policía que el sujeto había llegado con “ojos desorbitados, como de loco”, para describir su estado anímico.
Al llegar a la puerta de la sala de baile no se dio cuenta de lo mucho que destacaba, pues era el único hombre del salón vestido con entero de lino blanco; el resto, desde meseros y músicos hasta clientes estaban disfrazados. A muchos les pareció extraño el hombre y su actitud, pero siguieron divirtiéndose con los éxitos de Rufo Garrido, que era la sensación de esos carnavales. En ese momento, todos atacaban con gusto “Timba y tambó”, éxito interpretado por la orquesta de Pedro Laza y sus Pelayeros.
El hombre de lino se levantó sobre las puntas de sus pies para alcanzar a ver a todo el público danzante; desafortunadamente sólo logró ver un mar de cabezas y tocados moviéndose al son de la rumba. Al no poder observar bien, tomó la silla más cercana; se encaramó en ella y empezó a otear la sala, posando su mirada inquisitiva en cada una de las parejas que bailaba disfrazada al son de la música de moda en los carnavales de 1.963. De pronto, se bajó precipitadamente de la silla, llevó su mano al bolsillo derecho de su saco y palpó algo sonriendo; luego, fue abriéndose paso por entre las parejas, que se aprestaban a bailar nuevamente llamados por la aguda trompeta del comienzo de “La vaca vieja”.
El avance del hombre se vio interrumpido súbitamente por las parejas que llegaban alborozadas a la pista de baile al compás del éxito. Así, debió empezar a sortear nuevamente a las parejas divertidas con la música, que cantaban, aplaudían y se desplegaban al compás del bombardino y la percusión.
De pronto, el hombre se detuvo en seco. Fijó su mirada en una pareja con disfraz de monocuco que bailaba apercollada, excesivamente junta para las convenciones del momento, al final de la pista. El hombre de lino llevó inmediatamente su mano al bolsillo derecho y sacó el revólver calibre 38, que usó descargando todo el tambor en la pareja, accionando el martillo una y otra vez, como pistolero de western.
Al oír los disparos la orquesta fue apagándose como si un gigante hubiera aplastado los instrumentos, y los gritos y carreras del público llenaron la escena. Fueron quedando atrás caretas, varitas de monocuco, pelucas egipcias, collares de shakiras, sandalias romanas, guantes blancos, sombreros de todo tipo y toda clase de accesorios de fiesta de disfraces, ya que los sucesivos disparos provocaron una estampida que bloqueó la salida hacia los jardines; allí se empujaban unos a otros hasta que uno de los vidrios de la puerta principal estalló y varios cayeron sobre ellos y fueron aplastados sobre las esquirlas de vidrio. Todo era caos y gritos, quejidos, maldiciones y sangre.
El salón se desocupó de danzantes en pocos instantes; sólo quedaron los músicos, el hombre de lino, la pareja de bailadores en monocucos, en posición extraña en el suelo, y un hombre disfrazado de rumbero cubano, quien se fue acercando lentamente al que estaba armado.
—¡Señor, señor! — iba diciendo a la espalda del hombre, mientras le hacía señas a los músicos de la orquesta para que se sentaran y guardaran silencio — ¡Señor, por favor, cálmese! — empezó a decir cuando vio al atacante sacar más balas y cargarlas con paciencia, una a una, lentamente, en el tambor del arma - ¡Vamos, hombre, hablemos! Esta es una fiesta, no hay nada que no podamos conversar. ¡Si quiere, yo lo escucho! — seguía diciendo mientras continuaba acercándose al hombre de espaldas – ¡Pero antes entrégueme el arma, por favor! — continuaba diciendo, mientras se acercaba con la mano derecha extendida hacia el arma, como si quisiera agarrarla, cuando sintió otra detonación y vio como el hombre se desplomaba en mitad de la sala.
En un primer instante el rumbero cubano se detuvo. Luego le hizo señas a la orquesta que saliera y corrió a revisar al hombre del arma. Al llegar a su lado, separó el revolver con el pie, del cuerpo en el suelo. Se agachó e hizo un reconocimiento del atacante. Descubrió que estaba muerto y enseguida retiró la mano de su cuello. Luego se acercó a la puerta principal y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Por favor, que nadie se vaya! ¡Ya el atacante está controlado! ¡Ya vienen ambulancias y la policía, por favor, no se vayan! — además de dar instrucciones a meseros y trabajadores para que prestaran ayuda a los heridos y controlaran que nadie se fuera del sitio.
La escena fuera del Drive Thru era demencial: varias figuras corriendo como locos sin sentido por los jardines dando alaridos, varios heridos sentados en el suelo, lejos de los vidrios ensangrentados de la puerta de entrada, los disfraces lucían ajados y ensangrentados; los rostros lucían borrachos y perplejos en algunos asistentes, mientras que algunos otros prestaban asistencia a varias mujeres que gritaban y lloraban histéricamente. Otros preguntaban azarados qué había pasado.
Llamó insistente y enérgicamente a su personal para calmarlos y que se encargaran de reunir a todos los asistentes y personas heridas dentro del local, a un costado del salón. Corrió hacia el parqueadero para evitar que los asistentes se fueran, pues en un hecho de sangre debían hablar con la policía; allí dio las órdenes pertinentes a los acomodadores y encargados de la zona.
Posteriormente, entro a su oficina, llamó a la policía y solicitó varias ambulancias. Acto seguido mandó a un mesero a buscar 3 manteles para tapar a las víctimas, cosa que hizo personalmente. Los trabajadores del salón habían conseguido un botiquín y pretendían atender a los heridos, ya un poco más sosegados por las instrucciones del gerente en la terraza tropical.

El inspector Marimón estacionó su Plymouth del 37 a la entrada de Jardín Cóndor e indicó a las dos patrullas que le seguían que acordonaran la zona y no dejaran entrar chismosos ni salir a nadie; luego se dirigió a la entrada principal imponente con su disfraz de cumbiambero, pues lo habían ido a sacar de un baile cerca. Notó una camioneta Ford que se detenía delante de la puerta del local y observó la mole del inspector Zutamarchán descender lentamente del asiento del conductor, irreconocible con una guayabera blanca impoluta y el inconfundible pañuelo gris, con dudoso pasado blanco, con el que secaba el rostro y una calva avanzada.
—¡Hombre, pero si es el inspector Zutamarchán en persona! – dijo el inspector Marimón acercándose y estrechando la sudorosa mano del colega.
—¡No me diga, mi chino, que lo sacaron de su fiesta de carnaval! – le espetó Zutamarchán con sonrisa socarrona
—Pues como le parece inspector que me fueron a sacar de un baile familiar para que viniera a hacerme cargo. ¿También le avisaron a usted?
—Yo estaba de turno en la policía cuando llamaron. Yo lo mandé a buscar cuando me dijeron que había muchos heridos – soltó Zutamarchán con una carcajada.
—Así que usted es el que me ha dañado el domingo de carnaval, inspector Zuta – le dijo con cariño el oficial – ¡Cómo ha aprendido a “mamar gallo” en los años que lleva aquí! “La Negra Rosa” le ha enseñado bien. ¿Cómo están los muchachos?
—Bien, muchas gracias, su mercé. Seremos los dos, no le voy a disputar uno de sus casos como investigador principal, no se preocupe su mercé – aseguró Zutamarchán, que no había podido perder nada de su acento rolo en los muchos años que llevaba trabajando en investigación criminal en la Ciudad del Puerto. – Lo pongo al día: la policía recibió una llamada que había habido disparos en Jardín Cóndor y que estaba un individuo armado, que había personas heridas en la entrada por una estampida del público aterrado. Es todo lo que sé. Entremos para ver qué averiguamos – cosa que hicieron a medida que hablaban.
—Me imagino que el que se acerca será el gerente – anotó Marimón.
—¿Se encarga su mercé de los músicos y yo del gerente? – añadió Zutamarchán
—Por su puesto, inspector – contestó el inspector José Marimón poniendo manos a la obra.

Aumentó el volumen del radio del automóvil, mientras andaba a toda velocidad por los bulevares del norte de la Ciudad el Puerto, como alma en pena.
Jaime Stroessner no sabía si estaba llorando o era que la brisa entraba con violencia en sus ojos. Había encontrado un programa de boleros en “La Voz de la Patria”, que lo acompañarían en su recorrido y vigilancia esa noche. Ese era, sin más, el último consuelo que le quedaba, oír la música que le gustaba. Solo.
Cuando estemos viejos, dulce novia mía
Tu cabeza blanca tendrá en cada cana
Una bendición y tu mano suave
Como en otros tiempos temblara en mi frente¹
Había salido antes que Eva, pues su plan comenzaba exactamente desde ese punto. Esperar escondido en su Studebaker, último modelo, a la vuelta de la esquina de su casa del barrio El Prado; seguir a su esposa y descubrir el porqué de su cambio y la historia de salir todos los miércoles, con la excusa de las reuniones con las damas de la Sociedad de Mejoras Públicas.
Jaime nunca había sido celoso, de eso estaba orgulloso; pero no sabía qué le había disparado la desconfianza en su mujer. Solo que un día se despertó de un sueño perturbador y la idea que le quedó en la cabeza, resonando, fue:” aunque no quieras darte cuenta, tu mujer cambió”.
Sombras, nada más
Entre tu vida y mi vida
Sombras, nada más
Entre tu amor y mi amor²
Empezó a rememorar lo que fue conocerse; cortejarla en los momentos en que podían verse socialmente; convencerla para que sus padres paisas lo recibieran en casa; pedir su mano; salir socialmente como pareja y, por fin, poder casarse. Todo pasó como imágenes y cuadros por la cabeza de Jaime sin que se diera cuenta por cuáles partes de la ciudad transitaba.
Qué breve fue
Tu presencia en mi hastío
Qué tibias fueron
Tus manos, tu voz
Como luciérnaga llegó tu luz
Y disipó las sombras
De mi rincón³
Primero, fue un olor desconocido en su cabello un poco revuelto bajo la pañoleta. Otro día, fue la sofocación al llegar; sus mejillas sonrosadas de excitación y lo distraída que siempre llegaba los miércoles después de sus reuniones, con sus ojos azules brillantes.
Las salidas esporádicas a mitad de semana últimamente se habían intensificado. Él decía que llegaría tarde de la empresa y ella le contestaba que ya estaba acostumbrada, que iría al club con sus amigas. Pero Jaime no estaba muy convencido de que esas fueran las razones. Desde que lo había picado el demonio de la duda, se había vuelto muy suspicaz con su mujer.
Esta noche era la definitiva, la iba a seguir hasta el fin del mundo con tal de descubrir qué pasaba con Eva Aristizábal de Stroessner. Acababan de cenar y ella había subido a arreglarse para “salir con sus amigas”.
Entre tu amor y mi amor
Debe existir la verdad
Ya no podemos jugar
Con nuestras almas los dos
Entre tu amor y mi amor
Hay cosas para pensar
Y una promesa ante Dios
Que es imposible olvidar⁴
Cuando su esposa salió del garaje de la casa, Jaime encendió el carro y las luces. Fue siguiendo a la distancia de una cuadra a su esposa, hasta que esta estacionó en el Hotel Majestic, dio sus llaves al botones y se dirigió dentro. Su marido se apresuró a hacer lo mismo, pero más lentamente. Al llegar al botones, le preguntó por la mujer que acababa de entrar y el muchacho contestó que había ido al bar. Jaime escogió una mesa del restaurante del hotel desde donde podía abarcar la entrada al restaurante, el bar, la magnífica escalera española de madera y la recepción del hotel.
Pudo observar que Eva se instalaba en la barra del bar, pedía un daiquiri y, cuando se lo llevaba a la boca, llegó un hombre de unos 30 años largos, le arrebató confianzudo la copa y se bebió la mitad del coctel. Al ver esto, Jaime estuvo a punto de levantarse de su silla, pero al oír la carcajada de Eva decidió seguir observando.
Llegó el mesero a molestar y pidió una crema de tomate para despedirlo rápido. Siguió observando a la pareja. Era evidente que existía alguna relación entre ambos, puesto que Eva dejaba que le tocara la mano, le agarrara el brazo o posara descuidadamente la mano en el muslo, movimientos todos que le hacían hervir la sangre a Stroessner.
Hoy tengo ante mis ojos una foto donde estás
sonriéndome
Última limosna que me das
Quien tiene tu amor
Ahora que yo no lo tengo
Dime de quién es tu vida que ayer mía fue⁵
Le llegó a lo lejos la música del bar, con el éxito del 58 “Quién tiene tu amor”, cantado por Juan Carlos Godoy, que Eva y él habían bailado tantas veces en las múltiples fiestas en el club, en La Habana y en Miami. Espantó la idea como a una mosca y volvió a la observación.
Había visto que la pareja había pedido otros dos cocteles, así que decidió tratar de comer la crema de tomate. La engulló con aspavientos, mal acostumbrado a la delicia que le preparaban en casa. Dejó la mitad, mientras observaba que la pareja apuraba la copa y salía, tomados de la mano, hacia la bella escalera tallada. Los vio subir lentamente al segundo piso y entrar en una habitación.
Así que Jaime Stroessner decidió tomarse unos tragos en el bar para tratar de amenizar la espera. Le pidió al barman un Cuba Libre cargado y con poco limón. En ese momento cantaba Rolando Laserie:
¿Qué me importa que quieras a otro y a mí me desprecies?
¿Qué me importa que solo me dejes llorando tu amor? ⁶
La dulzura del Cuba Libre le molestó mientras saboreaba la letra del bolerazo que escuchaba. Paseó su mirada por el recatado bar del hotel y entendió enseguida que esa era una excelente tapadera de los amantes. El hotel estaba dentro del barrio en el que vivían, pero ya hacia el centro de la ciudad. Eva sabía que en ese momento la sociedad se distribuía entre el Hotel El Prado con sus bares y terrazas tropicales para reuniones de la sociedad, así como el Club de Ciudad del Puerto, que quedaba en el centro de la ciudad, y el nuevo Country Club de los recién llegados a la sociedad, no aceptados en el club de la flor y nata de la ciudad. También estaba el Jardín Cóndor para fiestas y encuentros menos formales.
Soltó la carcajada cuando comenzó a oír el tango de Discépolo convertido en bolero en la voz de Laserie, al que acompañó tarareando:
Sola, afané, descangayada
La vi esta madrugada
Salir del cabaret
Flaca, dos cuartas de cogote
Una percha en el escote
Bajo la nuez
Chueca, vestida de pebeta
Teñida y coqueteando
Su desnudez ⁷
Lo que atrajo al barman al que le pidió otro Cuba Libre y siguió tarareando el bolero con el ceño fruncido. No le gustó la siguiente escogencia del barman, pues a Eva le gustaba Ledesma; decía que era más joven que los boleristas que Jaime escogía; pero él no soportaba la voz engolosinada del cantante. La versión de “Se me olvidó que te olvidé” no le pareció interesante para lo que estaba pensando y oyendo. Le pidió al barman que cambiara a boleros más clásicos, pero como respuesta le dijeron que era petición de uno de los señores de las mesas. “Qué mal gusto”, alcanzó a pensar Stroessner mientras apuraba su segundo Cuba Libre.
Pero la joven voz de Armando Manzanero le trajo bellos recuerdos de su noviazgo:
Parece que fue ayer
Eras mi novia y te llevaba de mi brazo
Parece que fue ayer
Cuando dormido yo soñaba en tu regazo
Soy tan feliz
Pues sigues siendo de mi vida la fragancia
En nuestro amor, nunca ha existido la distancia
Que Dios te guarde por hacerme tan feliz⁸
Se mordió los labios hasta hacerse sangre por la rememoración de sus momentos felices. Volvió a concentrarse en sus erráticas ideas sobre Eva, espantó como a una mosca los pensamientos que lo distrajeran de su misión de seguimiento y corroboración de la infidelidad de su esposa. El resto no le importaba. Se repetía una y otra vez que eso no podía estar sucediendo, pero al recorrer con sus ojos el bar del Majestic, alcanzó a percibir su soledad.
Pero el amor es más fuerte
Que el poder del mundo entero y allá
Allá al final del camino
Con mi corazón te espero
Y tú tendrás un altar
Y un palacio hecho con besos
Y reinarás junto a mí
Porque el mundo será nuestro ⁹
Lo golpeó con contundencia el último bolero de Ledesma, que estaba de moda antes del fatídico descubrimiento, y que Eva cantaba a todas horas. Entonces le asaltó la duda: si esa canción la cantaba Eva porque le gustaba, porque se acordaba de su amante o se la dedicaba a él, su marido. Este último pensamiento le dejo exhausto y a punto de estallar.
Decidió no seguir bebiendo e ir a buscar un buen sitio de observación dentro de su carro. No sabía qué podía pasar si volvía a ver a Eva agarrada de la mano con el hombre del bar. Así que pagó sus Cuba Libres y salió camino del parqueadero. Le preguntó al muchacho cuál carro había llegado después del suyo. El chico le señaló un Escarabajo verde policía, que estaba estacionado a continuación del suyo. Al recibir la respuesta le pagó con creces sus servicios y entró en su Studebaker.
Se acomodó en el asiento del conductor; estiró sus largas piernas y encendió la radio para volver a escuchar “La Voz de la Patria”, que había quedado en el dial y transmitía hasta media noche. La espera estuvo amenizada por música tropical y boleros, pero media hora después pusieron una canción que lo perseguiría hasta el final.
Soy malquerido por la mujer
Que yo más quiero
Y esa mujer vive conmigo
Queriendo a otro
He mantenido cuerpo y alma
En un infierno
Soy malquerido, pero dejarla
Por Dios no puedo
Ay que agonía, pobre de mí
Ser malquerido
Aun así, de noche y día
Vive conmigo ¹⁰
Esa canción, último éxito de Javier Solís, lo dejó en un caos emocional que desconocía que podía sentir. Que él, Jaime Stroessner, hijo de inmigrantes, de la sociedad de Ciudad del Puerto, rico empresario de la ciudad, casado con Eva Aristizábal de Stroessner, una chica paisa de clase media alta que lo deslumbró con sus ojazos azules, estuviera sentado en su automóvil para seguir, como un adolescente, a un hombre que vio en un hotel con su esposa, era algo que todavía no alcanzaba a asimilar. ¿Por qué estaba allí? Se preguntaba repetidamente. E igualmente se contestaba invariablemente: “Porque eres el malquerido de Eva y la acabas de descubrir con su amante en el Hotel Majestic”.
El bolero quedó resonando en sus oídos mucho tiempo después que pasó. Siguió la música en la emisora hasta que, cuarenta y cinco minutos después, llegó al parqueadero el acompañante de su esposa, le pagó al encargado y subió a su Escarabajo. Jaime tuvo buen cuidado de hacerse invisible dentro de su auto, hasta que el Volkswagen, salió del parqueadero. Lentamente puso en marcha su Studebaker y siguió concienzudamente al hombre que iba a velocidad de paseo.
Este dobló a la izquierda al comienzo del bulevar norte y enfiló hacia el barrio Boston, hasta detenerse ante una casa en la calle 64 con 45, en cuyo portal lo esteraban dos mujeres y una niña. La más joven se levantó del mecedor para ir a recibirlo; tomó su maletín de trabajo, lo abrazó y lo besó, hasta que llegó la niña pequeña a solicitar caricias. La señora mayor, observó Jaime, esperó que el hombre se acercara para hablarle.
Era evidente que el hombre estaba casa, y que vivía con su esposa, su hija y su madre o suegra. “Cómo había podido Eva caer en esto. Cómo había cambiado Eva la calidez sincera de su amor, sus comodidades y su vida, para convertirse en la amante de un hombre casado”. Era evidente que el hombre estaba muy confortable con su familia; así que, ¿para qué quería destruir la suya? A una distancia conveniente, Jaime Stroessner observó al amante de su esposa, recoger los mecedores y entrar con su familia a su casa.
Para saber de quién se trataba, acercó su automóvil a una tienda que quedaba en la esquina de Líbano que ya estaba empezando a cerrar.
—Vecino, por favor, ya sé que está cerrando, pero véndame un cojín de Moroline y una Lux de uva, por favor.
—Es que ya estoy cerrando, señor.
—No se preocupe, que no lo voy a retrasar, es que para mañana no tengo brillantina con la que peinarme. La gaseosa es para hacerle el gasto.
—Con mucho gusto - dijo el tendero mientras le despachaba el pedido.
—¿Usted me puede decir quién es la familia que vive junto al colegio No.2 para Niñas? ¿Hacia Cuartel?
—Ah, sí, son los Vaniccelli. El papá del señor era italiano y se casó con la señora Beatriz. Solo tuvo dos hijos, Orlando y Beatricita, que murió de tosferina. Le ha salido bueno el hijo a la señora Beatriz.
—Ya me parecía que en esta cuadra conocía yo a alguien – dijo Stroessner – Muchas gracias vecino por la brillantina y la gaseosa. Que tenga buenas noches.
—Buenas noches, señor, que Dios lo guarde – dijo el tendero despidiéndolo y cerrando el negocio.
Así que Eva lo había cambiado por un hombre casado y, para rematar, con madre e hija a bordo. Se rio por lo bajo Jaime Stroessner, pero luego desechó el pensamiento al darse cuenta de lo que eso representaba. Eva le estaba siendo infiel, por serle infiel, ya que no había ni la más remota razón o seña de que Orlando Vaniccelli abandonaría a su familia por ella. Se había convertido en la querida de un don nadie.
Si yo pudiera borrar su vida la borraría
Aunque quisiera también así
Borrar la mía
Al conocerla nunca creí lo que decían
Pobre de mí porque al quererla
Me malquería¹¹
Stroessner estalló de ira y aporreó salvajemente el timón del automóvil. Su Eva lo había cambiado por un hombre más joven, pero se veía a leguas que era un juego. Le era infiel por el hecho de serlo. Lo había convertido en el malquerido de la canción. Quién sabe desde cuándo vendrían esos amoríos, dónde se habían conocido y cómo habían empezado. ¿Sería posible que Eva le fuera infiel desde antes de casarse? ¿O este era uno de muchos otros? ¿Cuántos amantes había tenido su mujer?
Ay que agonía, pobre de mí
Ser malquerido
Aun así, de noche y día
Vive conmigo¹²
Al llegar a su casa, su esposa ya se había acostado y apagado la lámpara de su mesita de noche. Eva como ama de casa moderna, había tomado la costumbre norteamericana de dormir en camas separadas, con la excusa que Jaime se dormía muy tarde y la luz le molestaba. Así que desde un comienzo del matrimonio se habían acostumbrado a compartir la habitación, pero no tenían cama matrimonial.

Las siguientes dos semanas fueron una tortura para Jaime Stroessner. Su mundo se vino abajo con el descubrimiento de la infidelidad de su esposa. La vida había dejado de interesarle. Ya no iba al club, no jugaba póker con sus amigos los jueves, ni salían a bailar los fines de semana.
Su esposa se empezó a quejar de su mal humor después de llevar rumiando su desdicha un mes, pero un día al desayuno, Eva le recordó que a finales de febrero serían los carnavales y que el domingo de carnaval saldrían solas todas las damas de la Sociedad de Mejoras Públicas a una fiesta de polleras en el Bar Andaluz, que fuera buscando qué hacer ese día y que recordara que debía pasar a recogerla a media noche. A lo que el esposo le respondió rezongando un bolero:
Únicamente tú
eres el todo de mi ser
porque al faltarme tu querer
me muero de inquietud.
Sabes que para mí,
no hay otro amor como tu amor
ni nada igual a la pasión
que siento yo por ti.
………………………
Ven que la dicha nos espera,
mas no tornes en quimera esta ilusión.
Ven y juntemos nuestras vidas
para que vivan unidas
en un solo corazón.¹³
Después le recordó que con su mal humor se habían perdido la inscripción de casados en el club y ya no estarían en una comparsa ese año por culpa suya. Que ella tenía que salir a divertirse si su marido no quería salir.

A las 7 de la noche del domingo de carnaval, Eva Aristizábal de Stroessner, con una pollera en el brazo, su cabello recogido en un moño con cayenas rojas y un pantalón pescador con sandalias de shakiras pequeñas, se acercó a su esposo, que estaba oyendo su estación preferida mientras se tomaba un whisky:
De mis labios está brotando sangre
Mi derrota la tengo sepultada
Hoy me entrego en tus brazos como en nadie
Porque sé que mi amor sin tu amor no vale nada
Y te voy a enseñar a querer
Porque tú no has querido¹⁴
—Querido, recuerda que me debes recoger a media noche en el Bar Andaluz del Hotel. Si quieres, de allí vamos al club un rato – le dijo dejando un beso al pasar en su mejilla.
—Te recojo a esa hora, pero ya veremos. Que te diviertas, querida. Recuerda que te amo mucho – dijo el esposo escuchando a Olga Guillot levantándose y enlazándola para bailar el bolero:
La noche de anoche
Que noche la de anoche
Tantas cosas de momento sucedieron
Que me confundieron
Estoy aturdida
Yo que estaba tan tranquila¹⁵
—Jaime, déjame ir que voy a llegar tarde y le dije a Judy Logreira que la ayudaría con su mesa de postres.
—Anda, vete ya – dijo el marido dejándola ir por fin.
Y mientras su mujer salía por la puerta, Jaime se dirigía al garaje a encender su automóvil para seguir a su mujer. Encendió el radio en su emisora preferida para conducir, y cantó:
No, no insistas
Que no puede ser
Lo que me pides
No lo puedo hacer
Aunque te quiero
Con loco delirio
Lo que tú quieres
No puede ser ¹⁶
Siguió a Eva hasta el Hotel El Prado y estacionó una calle más abajo, desde donde podía observar el carro de Eva. Estuvo oyendo el ruido de la ciudad y viendo pasar autos llenos de gente disfrazada a fiestas, verbenas, clubes y salones burreros. El prefirió esa noche estar aislado en su propio mundo oyendo la música que le gustaba y rumiando la infidelidad de la esposa, casi a las puertas de la iglesia donde se habían casado.
Una hora después vio salir a su esposa con una bolsa en la mano. La vio entrar al carro, ponerse un monocuco por la cabeza y encender el automóvil. Se dispuso a seguirla, aunque notó que ella no tenía ningún apuro por llegar a su destino. Luego, la vio tomar camino del Jardín Cóndor y recordó haber leído en el periódico que allí se presentaría esa noche Rufo Garrido con Pedro Laza y sus Pelayeros.
Jaime siguió a Eva automáticamente, mientras tarareaba con la música:
Siento dentro de mí un raro hechizo
Una angustia feliz que me emociona
Un embeleso de amor cuando en ti pienso
Una divina inquietud cuando tú estás
Una triste ansiedad que me domina
Hay algo en tu mirar que me fascina
Que me siento embelesada y a la vez enamorada
Cuando estoy lejos o cerca de ti ¹⁷
La vio entrar al parqueadero y él, desde la calle, buscó con su mirada el Volkswagen de Vaniccelli, hasta que lo vio parqueado a la derecha. Arrancó a toda velocidad hacia su casa. Apagó la radio que lo distraía y empezó a cantar el bolero que se había convertido en su canción favorita en el último mes:
He mantenido cuerpo y alma
En un infierno
Soy malquerido, pero dejarla
Por Dios no puedo
Ay que agonía, pobre de mí
Ser malquerido
Aun así, de noche y día
Vive conmigo ¹⁸
Parqueó su carro a toda velocidad en el estacionamiento de la bella casa en el bulevar norte, abrió la puerta y entró corriendo, sin cerrar la puerta, hasta su habitación. Abrió la caja fuerte, sacó el revólver y revisó que estuviera cargado. Tomó un puñado de balas y volvió a salir. Todo lo guardó en el bolsillo de su entero de lino blanco.
Tomó Líbano rumbo al Jardín Cóndor.
Soy malquerido por la mujer
Que yo más quiero
Y esa mujer vive conmigo
Queriendo a otro
He mantenido cuerpo y alma
En un infierno
Soy malquerido, pero dejarla
Por Dios no puedo ¹⁹
Al bajar del Studebaker azotó la puerta del conductor con la ira que bullía en sus entrañas. Arrojó despectivamente las llaves al acomodador de automóviles, en la parte norte, repleto a tope a esa hora, cerca de las diez de la noche del domingo de carnaval…
Cuando estemos viejos, compuesta por: Billo Frómeta.
Sombras nada más, compuesta por Francisco Lomuto y José María Contursi.
Sombras, compuesta por Javier Solís.
Entre tu amor y mi amor, compuesta por Felipe Pirela.
Quién tiene tu amor, compuesta por Leopoldo Díaz Vélez
Que te vaya bien, compuesta por Federico Baena Solís. Esta noche me emborracho, compuesta por Enrique Santos Discépolo.
Parece que fue ayer, compuesta por Armando Manzanero.
Con mi corazón te espero, compuesta por Humberto Suárez.
El malquerido, compuesta por W. Soriano y J. González.
Ibidem.
Ibidem.
Únicamente tú, compuesta por Manuel Acuña
Cuando vivas conmigo, compuesta por José Alfredo Jiménez.
La noche de anoche, compuesta por René Touzet.
No, no puede ser, compuesta por José Slader Badán.
Raro hechizo, compuesta por Olga Guillot.
El malquerido, compuesta por W. Soriano y J. González.
Ibidem.







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