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La iglesia de Esteban Santo Mártir

La iglesia estaba en lo alto de la colina, a la vista del pueblo. Todos debieron haberlo visto, cada persona responsable de sus actos y con sus estructuras mentales debidamente formadas debió haber contemplado aquello, y haberse visto perseguida por el horror, tal como yo; pero no fue así, sólo yo lo presencié. Aquella era una noche de tormenta «¡malditos sean los dioses!»  y las nubes de lluvia entenebrecieron la luna y las estrellas, y los truenos junto al torrencial aguacero ahogaron cualquier sonido que pudiese delatar la pesadilla, pero para todos aquellos que vivan en ese maldito lugar, me dispongo a contar lo sucedido el 21 de marzo, día del equinoccio vernal, llamado «Ostara», en el calendario de las brujas.

En la tradición que respecta a los orígenes de nuestro pueblo, es bien conocido para todo aquel que haya nacido aquí, y no sea un forastero, que, en tiempos anteriores este lugar fue cuna de brujería y ritos paganos de lo más abyectos. Razón por la cual, muchas personas fueron enjuiciadas y ejecutadas por supuestos actos sacrílegos y blasfemos, y cuentan los abuelos que los últimos enjuiciamientos tuvieron lugar hace menos de medio siglo, lo cual nos lleva a comprender que ocurrieron en una época relativamente reciente. 

Yo nací aquí, pero desde joven fui a la ciudad para completar mi formación profesional. Volvía al pueblo a causa de un siniestro familiar, en la que mi abuelo, que era por entonces mi único pariente vivo, había fallecido convirtiéndome así en el último de mi estirpe, además de heredero de la casona en la cual había vivido mi familia desde que se asentaran los primeros colonos de España. Me mudé al pueblo con la finalidad de gestionar la sucesión de los bienes, y a su vez decidir si viviría en el lugar, o vendería la propiedad y la tierra a fin de establecerme definitivamente en la ciudad.

Nunca conocí a mi abuela, porque según había muerto muy joven, cuando mi padre era aún un bebe, y mi abuelo era un hombre sumamente devoto de la iglesia católica que nunca se casó nuevamente. Era un hombre huraño y de pocas palabras, aunque cuando se encontraba de ánimo siempre me contaba historias de lo más pintorescas y en algunos casos bastante aterradoras y nefastas. En una ocasión un niño de la escuela me contó que en nuestro pueblo habían quemado brujas, que su abuelo le había contado, y yo le pregunté al mío, quien evidentemente turbado, cuestionó el porqué de mis preguntas. Cuando le conté, se mostró reacio al comienzo, y luego, muy vagamente me confirmó que si era cierto.

El caso es que según se dice, en la capilla que se encontraba hasta hace unas noches encaramada en lo alto de la colina «del ahorcado», (en realidad se llama la colina de Esteban Santo Mártir, nombre que comparte la iglesia, pero en lo personal yo prefiero llamarle «el ahorcado», que es más corto.)  Llegó un sacerdote que según, iba a apoyar al padre Simón, quien ya se encontraba un poco achacado por la edad, y claramente, aunque no lo dijo, todos sabíamos que este nuevo sacerdote, más que un ayudante, era un reemplazo. 

—Brenner Vraihauq — Se presentó ante el alcalde y le tendió los documentos que lo colocaban en el lugar que había venido a ocupar. Tenía un acento raro, como ucraniano, o de alguno de esos países donde hay ascendencia vikinga, y él mismo parecía uno de ellos, alto y delgado, pero con hombros prominentes y espalda ancha, manos largas y huesudas, pómulos y cejas abultados, cabello muy rubio y ojos azules; la nariz era ganchuda, recta y apuntaba hacia abajo, y su sonrisa era amplia y en general carente de alegría. A mí me pareció un tipo muy extraño.

Con el padre Vraihauq, lentamente ciertas cosas comenzaron a cambiar. Nada más una semana desde que este sujeto llegara, y el padre Simón ya no era —según — capaz de dar la misa, ni sostenerse en pie, de tan débil. Aguaceros comenzaron a precipitarse sobre el pueblo, sin que fuese o estuviese remotamente cerca la estación de las lluvias; la iglesia, hasta entonces completamente en buen estado, comenzó a presentar desperfectos, había goteras por doquier, y la humedad que se filtraba hacía que aparecieran enormes y oscuras manchas en las otrora limpias paredes. 

—Nada fuera de lo común. — Estará usted pensando en este momento, tal como decían los habitantes cuando lo mencioné. Las lluvias frecuentes no permitían una adecuada remodelación del lugar, y por el contrario parecían caer con furia cada vez más sobre la ahora menguada iglesia, las paredes comenzaron a desconcharse, y se cubrieron las estatuas de los santos, algunas se removieron de modo que no se fuesen a dañar, y la salud del anciano Simón, no hacía sino empeorar, según lo poco que nos dejaba saber el sustituto. Yo notaba algo extraño en todo aquello. Nada de eso había ocurrido antes, y solo empezó a pasar justo con la llegada de este tipo. Pero lo más difícil, era lo que estaba por venir.

Un día domingo, mientras Vraihauq daba la misa, me fijé en que las manchas de humedad en las paredes no solo se estaban oscureciendo, sino que además estaban… —¿Cómo decirlo? «¿Dibujando cosas?» — Unas formas extrañas y monstruosas habían empezado a aparecer, y lo peor era que solo yo me percataba. Nadie más veía lo que yo en aquellas paredes mohosas. No podía asociar aquellas formas con nada que hubiera visto antes, y, sin embargo, me aterrorizaban profundamente, aunque no se lo comuniqué a nadie. Las cosechas comenzaron a dañarse y los animales a mal parir, pese a que la expectativa inicialmente fuese muy grande por la lluvia que había caído; todos asumieron que las cosechas serían buenas, pues no fue así. En lugar de eso, los cultivos se anegaron, y aquello que pudo salvarse, estaba lejos de ser medianamente comestible.

El padre Simón falleció días después, «durmió plácidamente», según las palabras de Vraihauq. Y todos estaban muy apenados por el suceso. Simón había sido el padre que había casado a mis abuelos, y también a mis padres después de ellos, me había bautizado a mí, y ahora que no estaba es como si del pueblo desapareciera algún monumento, algo que siempre había estado ahí aun cuando nadie lo notara, como cuando cortan el árbol con el que creciste, siempre habrá una sensación de vacío, de extrañeza, y era precisamente eso lo que al menos yo, sentía al asistir cada domingo a la iglesia. 

Transcurría el tiempo, y las lluvias no cesaban, por el contrario, arreciaban y se prolongaban aún más. Y en la iglesia, comenzó a percibirse un mal olor, que bien podría asociarse con la creciente humedad y moho de las manchas en las paredes, pero mis sentidos y mi subconsciente me advertían que había algo más, debajo de aquel aroma, algo macabro, podrido, pero una vez más, aquello era solo algo que yo parecía notar, razón por la cual no le di importancia. 

Las manchas seguían aterrorizándome, y ahora empezaban no solo a martirizar mi estancia en la iglesia cada domingo, sino que también comenzaron a poblar mis sueños. En ellos, me veía en la capilla sentado, al tiempo que la mancha crecía y se oscurecía cada vez que yo le quitaba la vista de encima. Se expandía como una macabra flor que abre sus pétalos como flagelos, cobrando vida, y atrapando a los feligreses entre negros tentáculos y devorándolos entre monstruosas fauces que se abrían de ellas en la pared. Mis pesadillas acababan, siendo atrapado yo mismo, y siendo arrastrado por aquella monstruosidad para ser engullido por la gélida humedad en el centro de la mancha para sentir que me asfixiaba, y entonces despertarme empapado en sudor.

Durante mucho tiempo pienso que quizá estoy exagerando, y que solo se trata de mi mente resistiéndose al cambio que supone un nuevo sacerdote cuando siempre había conocido al mismo, y a que la lluvia y los problemas agrícolas podrían deberse a la contaminación que se generó con la reciente revolución industrial. Por demás, me habría quedado contento con mis pastillas para dormir, que me aliviaban los terrores nocturnos y obsequiaban con noches sin sueño, y así fue, hasta que por casualidad pasé por un lugar y escuche una conversación, entre el doctor del pueblo y un abarrotero, en la que el doctor le comentaba muy campante, que por lo visto Vraihauq tenía conocimientos muy avanzados en medicina, y según, a petición del mismo padre Simón, solo Vraihauq sería el encargado de atender su enfermedad. «¿Cómo era que podían ser tan ciegos?»

A mi parecer todo fue muy rápido, Simón era viejo, sí, pero estaba en general, sano y daba sus misas sin problema hasta que llegó este sujeto, entonces de súbito, su salud empeora hasta la delicadeza, y es relevado de todos sus cargos, y además «pide» no ser visto o atendido por otro que no sea el mismo Vraihauq, con quien vinieron las lluvias, las cosechas malogradas, las crías mutantes y el deterioro de todo lo que antes podía ser bueno en este pueblo. 

Los días que siguieron me acosó un insomnio de lo más denso. No eran terrores ya que al menos en aquel momento dormía vencido por el cansancio de las noches sin sueño. Me atribulaba el hecho de no saber qué era lo que pasaba, de no tener certeza de que Vraihauq era inocente de la muerte de Simón y de las cosas malas que habían comenzado a suceder en el pueblo. Mi gato y su extraña actitud, no ayudaban a sosegarme, ya que se portaba particularmente irritable, cuando por regla general era un animal muy dócil y perezoso. No le había dado importancia atribuyendo su agresividad a la probable cercanía de alguna hembra en celo.

Y así continué sin darle mayor relevancia al suceso hasta que una madrugada de sueño intranquilo desperté, y lo vi actuando como cuando ve a otro gato rival, siseando de manera amenazadora, crispando el lomo mientras fijaba sus ojos amarillos en la pared del cuarto, afuera llovía torrencialmente y el ocasional fogonazo de los lejanos relámpagos no me dejaba apreciar debidamente que era lo que lo perturbaba, así que me desperté y encendí la luz. Al hacerlo, un gélido pavor se apoderó de mí, ya que en la pared del dormitorio había aparecido una oscura y monstruosa mancha que, al acostarme la noche anterior, no estaba allí, y no había manera de que la humedad o el moho hubieran actuado de manera tan rápida y tan amplia en tan poco tiempo.

Los días siguientes me obsesioné con descubrir el origen de aquellas manchas que parecían cobrar vida propia. Me la pasaba en la biblioteca todo el día, leyendo viejos periódicos, correspondencias antiguas, viejos registros y todo cuanto podría encontrar que pudiera arrojar luz sobre el misterio. Transcurrieron las semanas y después de haber resuelto por completo el asunto legal de la casa que heredé, decidí que aún me quedaría indefinidamente. Revisé a fondo los archivos de la iglesia y del pueblo, buscando pistas sobre rituales paganos, leyendas olvidadas o cualquier indicio del mal que se cernía sobre nosotros.

Un día mientras exploraba en la biblioteca, vi que al final del pasillo, en el rincón del suelo con la pared había empezado a aparecer una enorme mancha como las de la iglesia. La madera del suelo se había podrido y la viscosa mugre se había extendido hasta alcanzar la madera del estante, la pared y también varios tomos puestos allí. Harto y asqueado de todo aquello comencé a frotar la porquería con mi pañuelo, y a raspar la peluda suciedad con una navaja, frotando muy superficialmente al inicio sin hacer mucha presión, y luego me vi apoyando mi peso sobre ambas manos mientras restregaba furioso aquella porquería, hasta que la endeble y reblandecida madera del suelo cedió ante mis esfuerzos.

Descubrí que debajo de las tablas había un compartimiento hueco en el que encontré lo que había estado buscando. En un viejo tomo mojoso y carcomido dentro de un pequeño baúl, encontré los primeros vestigios de la horrible verdad. Hablaba de Ghau'nthuln, un dios primordial de la fertilidad y el renacimiento adorado por las tribus precolombinas que habitaron esta región. Se le representaba como un embrión deforme e hinchado, suspendido en un limbo entre la vida y la no-vida.

Según los escritos, los antiguos sectarios convocaban al ser en noches de equinoccio como la fatídica noche en que las manchas aparecieron en mi dormitorio. Realizaban un aborto ritual y enterraban la criatura abortada como sacrificio «ya fuese humano o animal», creyendo que su putrefacción en la tierra alimentaría la semilla de Ghau'nthuln y lo traería nuevamente a este plano.

Con creciente pavor, noté que las supuestas «manchas» tenían un diseño orgánico, como si fueran las venas hinchadas y las protuberancias abultadas de un vientre en gestación. Mi mente se resistía a aceptar que aquella cosa infecta estuviera cobrando vida bajo la colina del ahorcado.

Finalmente, la escalofriante realidad me golpeó con la fuerza de un mazo cuando encontré una fotografía en los archivos. Era una mujer joven, siendo llevada en camilla tras un sangriento aborto espontáneo. El líquido amniótico y la sangre en las sábanas tenían exactamente el mismo tono que las repulsivas manchas, pero lo más aterrador no fue eso, sino que al seguir revisando encontré algunas cartas y notas viejas en las que se hablaba de la mujer y de cómo la pérdida del bebé «lo traería de vuelta». Al reparar en la firma de las cartas y las notas, así como el rostro de la mujer en la fotografía, sentí como si mi corazón se desprendiera y cayera hasta el fondo de mi barriga.

Con un grito mudo de horror, comprendí que mi abuela había sido la cultista que convocó a Ghau'nthuln en un ritual sacrílego. Las notas y la fotografía estaban firmadas por Augusto Vázquez de Arismendi, mi abuelo. La criatura que ahora germinaba y expandía sus miembros deformes bajo la iglesia... ¡era mi maldito tío no-nato!

Presa del pánico y la locura, intenté huir del pueblo, pero las puertas y caminos estaban bloqueados por kilómetros de un tejido orgánico y pulsante, como si las venas de Ghau'nthuln se extendieran bajo la tierra formando un cordón umbilical. Su gestación impía se acercaba al alumbramiento.

Intenté buscar a las personas del pueblo, pero no encontré a nadie. Ninguno de los parroquianos parecía estar afuera con la lluvia. Yo corría debajo de ella gritando y dando grandes voces por todas partes, sintiéndome observado en todo momento, como si la lluvia misma estuviese conectada con el tacto gélido y viscoso de alguna abominación que me manoseara y jugara conmigo, saboreándose como el gato hace con el ratón moribundo entre sus garras. Aporreé las puertas de varias casas, y entré a otras en las que todo estaba dispuesto, cenas servidas e intactas sobre la mesa, radios y luces encendidas, y puertas abiertas, como si la gente solo hubiera desaparecido.

Desde ese mismo día en que descubrí la verdad y la lluvia me empapó, las líneas entre la realidad y el mundo onírico se desdibujaron por completo. Las horribles manchas se propagaron por cada rincón del pueblo, devorando la iglesia primero y luego las propiedades circundantes con su hedionda fetidez. Nadie más parecía reparar en ellas, como si yo fuera el único maldecido con esa visión dantesca. Luego de un tiempo indeterminado pude volver a ver personas en el pueblo, pero los veía andar como si nada, me saludaban afablemente sin reparar en mi angustia, o lo demacrados que debían ser mis rasgos o lo desgastados y raídos que estaban mis ropajes para ese momento.

Tampoco me escuchaban lo que les decía, simplemente parecían solo seguir con sus vidas ensimismados y felices como autómatas, enfrascados en conversaciones triviales y estupideces cotidianas. No veían que el pueblo estaba cerrado, que todos los accesos eran tapados por aquel enorme tubo carnoso como un intestino que lo rodeaba todo.

Dormir y buscar el reposo no me ayudó. En mis sueños cada vez más recurrentes, me encontraba atrapado en un laberinto de carne palpitante, con las paredes compuestas de húmedas membranas que se dilataban con cada fatídico latido. Un líquido amniótico y fétido me rodeaba hasta la cintura, dificultando mi andar mientras escapaba de las fauces hambrientas que brotaban por doquier, babeando una mezcla de sangre y jugos gástricos urticantes que disolvían lentamente mi carne al andar.

El domingo volvió a llegar una vez más y vi de nuevo al padre Vraihauq, el sustituto del anciano sacerdote difunto. Su sonrisa carente de alegría y ese particular acento como de las estepas rusas me erizaron la piel nada más verlo oficiar la misa. Había algo profundamente siniestro en sus modales ceremoniosos, en la forma en que sus dedos huesudos acariciaban las Sagradas Escrituras.

Las pesadillas cobraron nueva fuerza desde aquel día. En ellas, Vraihauq presidía rituales paganos de lo más abyectos, bailando desnudo con una careta de piel humana curtida mientras convocaba a una deidad primigenia. Un ser deforme y gestante cuyo nombre resonaba en mi mente con un eco atávico: Ghau'nthuln.

Cada noche lo veía más claro, una masa nudosa y palpitante con rasgos de axolotl gigante y humano malformado, su piel traslúcida dejando entrever las vísceras retorciéndose bajo ella. Una grotesca amalgama de vida y muerte inseparables que emitía alaridos de recién nacido desde su boca de sapo y lengua cubierta de orificios babosos poblados de dientes.

Las visiones se volvieron cada vez más lúcidas, difuminando los límites de lo soñado y lo tangible. En una ocasión, salí de mi casa perseguido por el aullido primordial de Ghau'nthuln, solo para encontrar las calles desiertas cubiertas de una red de conductos orgánicos que pulsaban al mismo ritmo que el ser de mis pesadillas. Lo único que parecía real era la misa de cada domingo en el que Vraihauq predicaba sobre ese dios al que yo no conocía.

Las visiones se volvieron cada vez más lúcidas, difuminando los límites de lo soñado y lo tangible. En una ocasión, salí de mi casa perseguido por el aullido primordial de Ghau'nthuln, solo para encontrar las calles desiertas cubiertas de una red de conductos orgánicos que pulsaban al mismo ritmo que el ser de mis pesadillas.

La fe me abandonó cuando, durante otra de las misas de Vraihauq, las paredes se descascararon y un miembro abortado surgió reptando de entre las grietas, sus fauces babeantes estirándose hacia los feligreses en un rictus mudo de horror. Era evidente que la realidad se había infectado con la misma locura que habitaba mis sueños.

En mi desesperación, acudí al sacerdote, que dejaba de estar frente a los feligreses y esperaba en su despacho. Imploré su ayuda para lidiar con la abominación que había traído consigo. Grande fue mi pavor al descubrir que su rostro no era más que una careta para ocultar su verdadera faz: un cráneo en carne viva cubierto de larvas, con una boca repleta de minúsculos dientes afilados y repulsivos.

Vraihauq se quitó la máscara humana y me miró con esas hirientes cuencas vacías. «No creas que eres el único que vive esta pesadilla», me dijo con una voz que parecía venir del mismo infierno antes de que una miríada de bocas abortadas brotara de cada recoveco de su cuerpo y lo devoraran estando sobre sus pies.

No recuerdo muy bien qué sucedió después. Tal vez fui devorado por esos mismos agujeros negros repletos de dientes y ácidos gástricos. O quizás huí de vuelta a mi casa para encerrarme, incapaz de diferenciar ya los terrores nocturnos de la realidad física.

Al final, harto de todo aquello, en una noche de Luna Llena, me encerré en la iglesia mientras los cielos se desgarraban con relámpagos arcanos. Un súbito temblor sacudió los cimientos y vi con horror cómo los muros se cuarteaban. El piso de la iglesia se hundió arrastrándome a un abismo que calculé debía ser una cueva socavada en el risco. Surgió entonces de las grietas y recovecos la criatura en toda su monstruosa desnudez.

Era una cosa informe e hinchada, con protuberancias y orificios supurantes de líquidos putrefactos. A medida que se abría paso entre los escombros, divisé con espanto rasgos humanos deformes, como miembros abortados, pieles colgantes y bocas balbuceantes. Un chillido agónico y prolongado resonó con ecos primordiales mientras la bestia completaba su espantoso alumbramiento.

Las grietas de los muros se agrandaban, permitiendo que un líquido viscoso y nauseabundo se filtrara. Me preparé mentalmente para la llegada de la abominación, pero nada hubiera podido prevenirme para el horror que presenciarían mis ojos.

De entre los escombros, emergió una membrana transparente y pulsante, dentro de la cual se retorcía una criatura monstruosa. A primera vista, parecía un axolotl gigantesco y nudoso, pero cada nuevo detalle que asimilaba superaba con creces las peores aberraciones oníricas.

Su piel era blanca y traslúcida como la de una ninfa de cucaracha, dejando entrever sus órganos retorcidos y palpitantes a través de ella. La abominable cosa se movía de forma serpenteante dentro del saco amniótico, propulsada por una larga cola deformada.

Pero lo más espantoso era su cabeza hinchada, con una boca desmesuradamente ancha y carnosos labios fruncidos, semejante a la de un sapo. Cuando abrió las fauces, pude divisar su interior hueco y viscoso, las paredes encarnadas de su conducto digestivo dilatándose de forma repugnante.

Su lengua surgió entonces, una masa purpúrea y palpitante cubierta de hoyos que resultaron ser diminutas bocas con afiladísimos dientes en forma de punta. Cientos de orificios anales con bordes dentados se abrían y cerraban espasmódicamente en un ciclo continuo.

El aborto de los abortos dejó escapar un alarido agónico y primigenio que heló la sangre en mis venas. Un cántico blasfemo y atávico, una letanía de vida en descomposición que parecía venir de las mismas entrañas del mundo.

Con un golpe certero de su cola, la membrana se reventó y la criatura quedó libre, revolcándose en un charco de sus propios efluvios fetales. Se arrastró hacia mí, dejando un rastro de fluidos y secreciones, abriéndose paso entre los escombros con sus innumerables apéndices bucales babeantes.

A duras penas conseguí escapar de aquel altar de carne y locura. Pero desde entonces, la progenie de Ghau'nthuln, el Embrión Supremo, se ha multiplicado y extendido su residuo amniótico por toda la faz de la tierra. No quedará rincón donde sus fauces abortadas y sus bajos instintos primordiales no alcancen...hasta que el último resquicio de cordura sea devorado por su interminable gestación.

Desde aquel día, Ghau'nthuln y sus miembros vagan las ruinas del pueblo, alimentándose de los restos mortales de los habitantes que no lograron huir. Su presencia se ha extendido como una plaga, anunciada por las venas hinchadas y pústulas de su carne proliferando por doquier.

A veces, en las noches de luna llena, se me aparece retorciéndose en mis peores pesadillas. Puedo verlo en todo su horror sublime, un dios abortado de vida y muerte inseparables, burlándose de mí con sus lamentos que resuenan como los de un bebé recién nacido.

De la iglesia y el padre sustituto, no queda rastro ya. Escribo estas líneas con pulso trémulo esperando que algún día alguien las encuentre y sepa lo que ocurrió aquí, porque para mí no existe la realidad. Lo único certero es que ahora vivo inserto en un sueño interminable, donde Ghau'nthuln acecha en cada rincón y en el que la gente del pueblo se ha convertido en sus adoradores que me entregarán si me dejo ver. A veces creo despertar como de un sueño y todo parece normal, pero inevitablemente la mancha resurge en alguna pared, recordándome que su gestación, y mi tormento no han hecho otra cosa más que comenzar una vez más. 


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